Un libro es bueno cuando se reedita varias veces debido a su extinción en el mercado; y es muy bueno, cuando se consumen, una tras otras, sus muchas ediciones aun cuando sea objeto de múltiples críticas. El público tiene la última palabra y es, a fin de cuentas, el mejor de los críticos.
Quienes escriben con un diccionario de sinónimos al lado, buscando siempre la palabra más difícil y extraña para impactar, para mostrar al lector su industrioso talento, no son escritores, sino creadores de jeroglíficos; los que llenan páginas de consignas harto conocidas y repiten tan solo lo que ya otros dijeron, son más bien papagayos; y esos confeccionistas de dilatadas obras con recortes y discursos de textos ajenos, deben denominarse copistas y nunca literatos. El lenguaje es el material con que se confecciona la literatura y debe ser acondicionado con esmero para un excelente uso y control, pero todo ello es huero si detrás del texto, como ángel de la guarda, no lo amparan la originalidad y el talento.
Un escritor, ante todo, ha de ser sencillo y transparente, como antaño lo fueron las aguas de nuestros arroyuelos. Pero sobre todo, original: creador de ideas y conceptos propios. El escritor debe llevar de la mano a quien lo ojea, por un camino que ha de parecerle, si no el único posible, en todo caso el mejor de todos.
No existe una elite intelectual verdadera que pueda señalarse con el dedo. La verdadera intelectualidad está en la calle, donde cualquier persona nos sorprende con apreciaciones de alto valor y muy suyas. Si dejáramos El Quijote a merced de “lectores especializados”, las futuras generaciones no tendrían a mano la novela más famosa del mundo.
Cierto es que la mayoría poblacional no logra penetrar el laberinto de una buena literatura; pero existe una minoría, diseminada en la inmensa masa pública, que sí la penetra; y esa es la que acude a las bibliotecas y a las librerías en busca de textos de valioso contenido que, desafortunadamente, no salen a la venta, pues no siempre se tienen en cuenta los gustos y las preferencias de los lectores y es entonces cuando estos, que solamente “cazan” libros buenos, soslayan los millones de ejemplares que, llenos de polvo y deterioro progresivo, aguardan por su adquisición en los almacenes.
Pedro Armando Junco
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