He sido un perro afortunado desde mi nacimiento. Siempre que matábamos la vaca disfrutaba de las mejores postas. Pero la mayoría de los canes de la manada alcanzaban sólo las tripas y los huesos. Hasta llegué a pensar, como mis padres, que el destino de los perros es comer huesos y tripas.
Ya cachorro adulto, escuchaba a diario el aullido sordo de los perros jíbaros, maltrechos por la hambruna de los tiempos difíciles, cansados de comer sólo desperdicios y retazos de cebo. Creo que por eso sentí simpatía y me solidaricé con ellos. Así descubrí muchas cosas: descubrí que los perros hambrientos, a pesar de estar enclenques y desaliñados, siempre son mayoría frente a los hermanos rechonchos de mi casta. Descubrí también que los perros callejeros como los jíbaros del monte, a despecho de la hambruna que padecen, son proclives a la violencia y corren con más facilidad hacia el peligro sin temor a la muerte, porque no tienen nada que dejar atrás, ni posesiones que perder; por eso se fajan hasta desguazarse cada vez que alguien los achuche, y sobreviven sin el temor de los mascotas hartos, como el Cocker o el Samoyedo, que por su pelaje hermoso están acostumbrados a dormir en colchonetas de plumas y a defecar en letrinas propias para ellos.
Entonces me dio por organizarlos y me entregué por completo a esa tarea. Los convencí de que todos juntos podríamos vencer a esa banda de cachorros pusilánimes y engreídos, beneficiarios de las mejores postas cuando se mataba la vaca, porque se figuraban superiores –siempre aclarándoles que yo, a pesar de haber nacido en ese grupo de privilegiados, no pensaba de manera tan cruel y tan injusta.
Y por primera vez cruzó por mi cabeza la idea de que el destino de los perros no es vivir eternamente comiendo huesos, tripas y retazos de cebo. Pasé jornadas enteras en reuniones clandestinas bajo el alcantarillado de la ciudad, sobre los más recónditos promontorios del bosque, entre la hediondez de los verteros mefíticos, malcomiendo entre ellos, disertando a pulmón partido, hasta hacerles entender de una vez y por todas que el destino de los perros no es vivir por siempre a la bondad de los desperdicios ajenos. Creo que la dialéctica explica mejor que yo este asunto del cambio de criterio.
El caso es que los organicé y los eché a la batalla. Mis seguidores fueron los jíbaros hirsutos del bosque con la estrechez encefálica que los caracteriza, los apestosos carroñeros de la cloaca saturados de la rutina diaria, los enclenques y famélicos de la ciudad siempre a la caza de una nueva contingencia perruna; en fin, todos los sin casta y sin nombre de la raza canina se determinaron a seguirme. A los primeros les hice entender –con mucho trabajo, por cierto –que no es lo mismo la caza de un cervatillo indefenso entre las marañas del monte, que el enfrentamiento a un bóxer, o un dóberman; que los San Bernardo, detrás de su mascarada altruista y su fama de salvadores de vidas, también llevan gruesos y afilados colmillos con una presión mandibular de más de cien libras de potencia. A los que cohabitaban la sentina, les impuse ir al río, darse los diarios chapuzones y despojarse un poco, al menos, del hedor que los cubría como repelente de mosquitos; muchos lo miraron como castigo disciplinario de máxima crueldad, pero logré hacerlos obedecer y bañarse. Los más difíciles fueron aquellos de la ciudad, tan acostumbrados a la última nota de un aullido lejano como a la agudeza del silbato policial en época de recogida; propensos más a la picardía que a lo razonable, muchos se me escapaban del refugio de entrenamiento detrás de esas perras callejeras que tanto deambulan por el barrio o para hurgar en un latón abandonado el residuo de alguna sustancia extraña que le disparaba la carrera.
Al final, echamos la pelea.
Fue una lucha feroz. Fue, literalmente, una pelea de perros. Mis indigentes seguidores salían muy mal parados de la lidia al enfrentar, con sus raquíticas figuras, canes corpulentos y bien alimentados como el bravo Bull terrier que custodiaba los jardines; el Pastor belga destinado a proteger los corrales de cerdos; el dibujado Dálmata que dormía en la cama con la señorita de la casa.
Pero éramos el doble, el triple, el cuádruplo en proporción. Atacamos decididos a alcanzar la victoria, no importara lo pírrica que resultase. El pequeño Chihuahua tuvo que comerse su mal carácter y su orgullo, cuando su pequeñez lo traicionó en la lucha. El Bichón de pelo rizado contaminó la alberca con su pelambre destrozada a mordiscos. El Ihasa apso se desprendió en una carrera sin precedentes. Los más valiosos de los míos marcharon al frente, exceptuándome yo, que siempre permanecí en la retaguardia, poniendo a buen resguardo la dirección del Movimiento; no por miedo, claro, sino porque ¿qué habría sido de mi manada si yo perezco en la lucha?
Sin embargo, la pelea con el Chow chow y el Char-pei que vigilaban la entrada, no fue del todo un éxito. La pérdida de nuestros más combativos elementos luego la colocaríamos como estandarte de nuestra lucha, porque no fueron pocos los nuestros que perecieron. Menos triunfante puede catalogarse todavía el enfrentamiento que tuvimos con el Bulldog de la retaguardia, secundado por el gigantesco Collie de hermoso pelaje. Tantos cayeron, que aún no hemos cuantificado la cifra. Pero al final ganamos la batalla.
Muchos de mis perros terminaron rencos, desguazados, mutilados; lastimoso de ver fue aquella partida de jíbaros, carroñeros y vagabundos con el cuello destrozado y los jarretes remellados y sangrantes; pero yo había tenido la astucia de enseñarles a morder en la garganta, como hacen los leones y los tigres, que matan al momento. Y esa táctica nos regaló la victoria: un perro herido, chamuscado, tullido, si es bravo de verdad, puede continuar la lucha. Un perro muerto es una baja definitiva.
Ahora soy el paladín de la manada salvaje. La jauría me obedece a ciegas y ladra pública y privadamente que yo soy el héroe que trocó los papeles de nuestra hacienda. El puesto de custodio del Bull terrier en los perfumados jardines de la mansión lo ocupan ahora los antiguos moradores del cenagal, aunque, desafortunadamente, no han podido prescindir de su aversión por el baño y prefieren los olores acres. En el corral donde una vez cuidó el elegante Pastor belga la proliferación de los cerdos, coloqué a mis astutos vagabundos de la ciudad, aunque he tenido el decepcionante resultado de que han aniquilado la cría de marranos gracias a su ancestral costumbre cavernícola de comer todo hoy, aunque nada se tenga para mañana. A los jíbaros los he devuelto para la montaña, para que mantengan desde allí una atalaya permanente, no sea que nos sorprendan invasores, así como nosotros sorprendimos a los de mi casta. El lugar del Dálmata, junto a la señorita de la casa, me lo he reservado para mí, por ser el guía de los desposeídos.
Es cierto que todavía solo comen huesos, tripas y retazos de cebo. La razón estriba en que, cuando matamos la vaca, hay que canjear la carne para adquirir collares de defensa, vacunas contra la rabia y muchas cosas más que necesita cualquier jauría prestigiosa como la nuestra. Es cierto también que a veces algún cachorro malagradecido aúlla por las noches desde el monte, escondido dentro de algún callejón oscuro o desde el lastimoso vertedero, y se queja de comer tan solo huesos y tripas; pero cuando lo descubrimos lo echamos a la jaula o le cortamos la cola. Por eso, los que no se atreven a aullar, escapan del gremio o se someten.
La dialéctica me ha permitido cambiar nuevamente de criterio. Y ahora estoy convencido, definitivamente, que el destino de los perros es comer huesos y tripas. Claro, cuando matamos la vaca y entregamos la carne a los comerciantes de collares, yo siempre me guardo los filetes y el sobre-lomo. Pero la jauría no lo sabe, por supuesto. No tiene por qué saberlo todo.
Pedro Armando Junco
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