lunes, 20 de febrero de 2012

En el Día de los enamorados

Aunque por qué el Día del Amor es también llamado San Valentín todavía permanece en la brumosa especulación de quienes han querido descubrirlo, lo cierto es que todos los catorce de febrero rendimos tributo a aquellas personas que amamos, sobre todo al cónyuge que durante años ha soportado con rigor estoico nuestra compañía. Desde días anteriores a la fecha nos preparamos: escamoteamos algún dinerito de los gastos acostumbrados y, a escondidas, compramos un presente que ofreceremos como sorpresa al despertar por la mañana junto al más apasionado de los besos.
Ese día, sin importarnos los restantes 364, somos más cariñosos, complacientes y buenos. Llevamos el desayuno a la cama después de un sagrado acto sexual de especial disfrute, conversamos de cosas banales, nos decimos mil veces “mi amor” y “mi vida”, y hasta juramos que vamos a cambiar para mejor algunos escollos que han lastrado la relación de pareja. En resumen, ese día vale la pena, como diría Calviño, porque refrescamos y salimos un poco de la rutina diaria.
Así pensamos que iba a ser esta vez. Mi esposa y yo, con no pocos sacrificios y restricciones, habíamos ahorrado quinientos pesos moneda nacional para ese día. Y, como ya los años nos hace cómplices, sin encubrir sorpresas de regalos que muchas veces no concuerdan con lo que verdaderamente necesitamos, nos preguntamos cuál sería el obsequio ideal para cada uno, siempre teniendo en cuenta que los quinientos pesos era la suma total para adquirir ambos donativos.
–Yo quiero una blusa roja que vi en la vitrina de una tienda Artex hace algunos días –me dijo ella y continuó –; y tú necesitas un par de zapatos para salir, porque esos que traes ya están rotos por un costado.
Fruncí el entrecejo, pero me dejé llevar, porque mi aspiración era salir esa noche a cenar fuera de la casa en el restaurante 1514, recientemente inaugurado en la esquina de las calles Maceo y General Gómez. Entonces ella, con ese mohín hermoso y convincente que solo su sonrisa sabe regalar, me recalcó:
–Está bien. Con el dinero que nos quede, después que compremos los regalos, vamos a cenar por la noche…
Pero, como el diablo son las cosas según decía mi padre, el día trece visitamos la tiendecita Artex solo para recibir el primero de los tantos desengaños que nos aguardaban la víspera del día de los enamorados. La blusa roja añorada por mi mujer costaba diecisiete CUC, que representaban en su conversión, cuatrocientos veinticinco pesos naturales, nacionales, o como quiera llamárseles a esos billetes con que se les paga al pueblo cubano. De hecho, con los setenta y cinco pesos restantes era obvio que no nos alcanzarían para los otros dos proyectos y desistimos de adquirir la blusa. Desde allí nos fuimos a la peletería La Principal en busca de mis zapatos de vestir, pero el monto de los quinientos pesos ahorrados no estaban, ni remotamente, a la altura de los calzados de esa tienda, pues allí, convertirlos en CUC, se quedaban en veinte pesos solamente y eso no alcanzaba ni para comprar de los más baratos.
Al salir de la tienda descubrimos una multitud en la esquina de las calles Maceo y General Gómez y al indagar el porqué de la misma, una mujer del grupo, al parecer complacida, nos explicó que era la cola para reservar en el restaurante 1514 la cena del Día de los enamorados.
–No sé por qué la gente continúa insistiendo, porque las reservaciones ya se terminaron –nos dijo en tono despectivo, y añadió con sorna:
–La gente se cree que con doscientos pesos se puede disfrutar aquí de una buena comida y de media caja de cervezas; mi esposo y yo nunca salimos a estos lugares con menos de seiscientos o setecientos pesos en el bolsillo. ¿Es que la gente no sabe que esto es en moneda nacional!
Así dijimos adiós a nuestra cena de enamorados y regresamos a la casa sin blusa y sin zapatos.

Sin embargo, como buenos cubanos a fin de cuentas; como miembros de ese grupo selecto y minoritario de nacionales que se niega a renunciar a su ciudadanía, a abandonar la patria a pesar de la miseria y las limitaciones, sentados en la salita de nuestra vivienda, uno frente al otro, nos miramos y le hablé a mi esposa:
–A ver, mi amor: ¿si no podemos comprarnos la blusa, qué otro artículo menos costoso quisieras para ti?
Ella, sin inmutarse, ya convencida de una verdad inexorable que nos golpea a diario, me respondió:
–Si vinieran los reyes magos, les pediría, ante todo, un par de zapatos para ti, que estás al quedarte descalzo. Pero ante la imposibilidad de que los reyes vengan, yo quisiera arreglar el cabo plástico de la olla de tres válvulas y conseguir el sello para la centrífuga de mi lavadora.
Desde algunos meses atrás, a nuestra lavadora Daewo, de confección surcoreana, se le había roto el sello de la centrífuga: el agua, al filtrarse, había oxidado el pequeño motor que la movía y este dejó de funcionar; así que la ropa había que exprimirla como en los viejos tiempos de mi abuela. La tapa plástica de la olla asignada en el módulo familiar que hace más de una década vendieron a cada familia cubana, se nos cayó desde la meseta de la cocina y se fracturó el cabo que ayuda a cerrar con hermeticidad para que trabaje a presión los alimentos. Como la otra olla asignada en el mencionado módulo, llamada por algún poeta optimista “olla reina” desde hacía más de un año había pasado al mundo de las chatarras, tuvimos que apelar a cocinar las comidas a vivo fuego y sin tapas en complicidad con el empirismo atávico de mis abuelas.
Y fuimos al taller:
–¡Eso es capitalista, compadre! –me dijo el recepcionista del taller.
–Sí, pero me la vendieron en una tienda estatal en doscientos ocho CUC, que son nada más y nada menos que cinco mil doscientos pesos. ¿Cómo puedo entender que no haya repuestos aquí, que es el único lugar donde las arreglan?
–Yo no sé, mi hermano –me soltó piadosamente el empleado, obviando el arcaísmo “compañero”. –Aquí solo atendemos equipos LG.
Algo parecido nos sucedió en el consolidado de las ollas, que nunca tienen en sus almacenes piezas de repuesto para nada, aunque siempre la voz sigilosa de alguno de allí te susurre al oído:
–Aquí se acabaron, pero yo sé quien tiene una…
Sin embargo, en esta ocasión, no escuchamos ni la sigilosa voz del bolsanegra.

Solo entonces el cielo se nos iluminó y pensamos en los cuentapropistas. Esos cuentapropistas apabullados, perseguidos, denigrados durante medio siglo desde la época en que se les buldoseaba los conucos a los campesinos o se les decomisaba las mercancías y los medios de producción a los artesanos; esos antiguos merolicos que han sobrevivido a capa y espada como el marabú –o como el sapo bajo la piedra –, y han logrado sobrevivir hasta hoy, igual a los homosexuales, para conseguir un lugar –su lugar –en la misma sociedad que antes lo despreciaba.
Entonces corrimos hasta la calle Francisquito, donde se ha establecido algo así como un Mall de las Américas a lo cubano y allí encontramos de inmediato el cabo de la olla. El sello no lo hallamos, pero otro cubano del grupo de nosotros, de esos que les gusta ayudar al prójimo con solo el pago de una sonrisa, nos dijo:
–¡Los Quevedo, compadre. Los Quevedo! Al final de la avenida Teniente Cañón los Quevedo tienen una fábrica de sellos de goma de cualquier tipo que tú busques. Y si no lo tienen te lo fabrican el mismo día.
Y, efectivamente, a eso de las diez de la mañana llevé el sello destripado, y a las tres de la tarde ya estaba confeccionado con tanta calidad como uno nuevo de fábrica.
De esa manera nos alcanzó el dinero para adquirir el cabo de la olla y el sello de la lavadora, incluyendo su instalación por otro trabajador por cuenta propia que nos cobró en pesos cubanos. Adiós a la blusa y a los zapatos: otro día será. Pero fuimos muy felices el Día de los enamorados, como ustedes seguramente podrán apreciar.

Pedro Armando Junco

1 comentario:

  1. Hola Pedro Armando, de nuevo la muchacha de la tesis sobre los blogs cubanos… Le escribo porque necesito su ayuda para la investigación. Por favor, sería muy útil que se pusiera en contacto conmigo de un modo más privado para brindarle los detalles. Estas son mis direcciones: rachel@lajiribilla.cu y rachel.drojas@gmail.com
    Espero su respuesta,
    Saludos cordiales,
    Rachel

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