No pretendo opinar en cuestiones de
relevancia técnica propias de este filme que se estrena en Camagüey por estos
días, porque para ello la provincia tiene, indudablemente, con figuras mucho
más capacitadas que yo. Para un análisis crítico en detalles de montaje,
escenografía, ambiente, fotografía y tantos otros pormenores inherentes a este
tipo de arte, nadie mejor que mis amigos Juan Antonio García Borrero y Armando Pérez
Padrón, especialistas al más alto nivel en nuestro país y residentes en nuestra
provincia.
En mi opinión, este filme dirigido por Rudy
Mora, cuyo guión también le pertenece, es, sin duda, una película para niños y
jóvenes inteligentes, sin que por ello demerite en lo artístico y carezca de
interés para los adultos que piensan. De hecho, los niños y adolescentes que
allí actúan, crema y nata de nuestros más ingeniosos chicos, pertenecen al
grupo dramático infantil La colmenita y presagian una rica
cantera de futuros actores llamados a llenar gran parte del vacío artístico que
golpea el éxodo interminable de los más estelares actores del patio. Es el arte
el calidoscopio mágico que permite a cada espectador obtener una mirada
diferente a las demás, y por lo que a mí corresponde, quiero expresarlo con entera
confianza.
Fui a ver la película al cine Guerrero y
llevé a mi niña. Sentí una alegría singular al descubrir que Manuel Porto está
en Cuba todavía llevando a cabo actuaciones impactantes, ayudado sin duda por
esos ojos inconfundibles y únicos en el cine cubano. Vi una Laura de la Uz que desdobla la dulzura
natural de su persona en la rigidez de una directora fundamentalista; un Silvio
Rodríguez al que no le bastan “la gloria” y los millones de dólares que sus
canciones le han aportado y ahora, al estilo de Alfrec Hitchcock, quiere
inmortalizar su imagen obesa en el celuloide.
¡Pero me encantó la película! Mi niña regresó
a la casa pletórica de envidia y deseos de pertenecer a La colmenita. Me planteó
muchas interrogantes sobre los platillos voladores y, sobre todo, por qué
abochornaban e intentaban destruir al niño que alcanzó ver a unos OVNI.
Así que tuve que explicarle, por supuesto,
que la cuestión de los platillos voladores es una interrogante eterna para el
hombre, porque nadie ha podido aseverar que existan o no; que los seres humanos
son proclives a meter las narices y discutir cuestiones que le son poco
inherentes, mientras apartan la mirada a los tantos problemas internos que les
quedan por resolver. Por supuesto, no le quise poner de ejemplo el periodismo
oficialista cubano, porque ella solamente tiene diez años… Pero a mi esposa,
quien también nos acompañaba esa noche a la puesta en escena, pude ofrecerle la
opinión más sincera sobre los invisibles platillos voladores de Rudy Mora.
Pienso que el cine cubano es el más
revisionista de todo nuestro ámbito cultural y artístico. Y digo revisionista
en el mejor sentido de la palabra, porque es el medio por excelencia, mejor aún
que la pintura, para sacar las castañas del fuego sin quemarse –aunque a veces,
como en el caso de “Alicia”, se han levantado ampollas de importancia –y decir eso
que chamusca por dentro y la censura y la autocensura prohíbe comunicar al
público. Algo que me ha chocado siempre es que al pueblo de Cuba le sea tan
difícil disfrutar de filmes como Alicia en el pueblo de maravillas,
Guantamera, y muchas otras donde la crítica social dice presente.
Si mi niña se asustó muchísimo con aquellas
dos mujeres que de manera idéntica marchaban y se movían con rigidez militar
dentro del plantel escolar, no menos la sorprendió la actitud cobarde de la
maestra del grupo y el dañino carácter del jovencito con aire de jefe,
dispuesto a escalar en jerarquía gracias a su “intransigencia revolucionaria”. Ese
aplastamiento total de una persona por emitir criterios propios es, a mi
modesto entender, el mensaje estelar de la película. Y digo más: pienso que nunca
se había hecho una fotografía mejor lograda en recordación a Heberto Padilla y la
autocensura a que fue sometido allá por los años sesenta. Detrás de aquel
andamiaje de comedia musical infantil, se halla la dura crítica a la censura y
el inmovilismo que padece nuestro país por más de medio siglo. Es el pastel
amargo de la realidad social cubana recubierto por un hermoso merengue de
chocolate.
El momento culminante del mensaje –pienso yo
–radica en la tonada que la nomenclatura del claustro pedagógico ordena callar
infructuosamente. “¡Detengan esa canción!” dicen y repiten una y otra vez. Sin
embargo, la canción continúa, como hace siglos aseveró Galileo el
movimiento de la tierra y cuya frase célebre ha dado título a esta película.
¿Será esta acaso aquella canción de protesta que inauguró con el premio de un
libro de versos Heberto Padilla? ¿Será esta la canción de La patria es de todos, o El
proyecto Varela? Puede ser, ¿por qué no?, la canción protesta de Generación
Y de Yoani Sánchez que une sus acordes incisivos a los
juveniles de la última generación e indiscutible inteligencia y valentía del
tunero Eliécer Ávila, quien desde posiciones revolucionarias cuestiona el
camino por el que se pretende llevar a feliz término el destino independentista
de Cuba y el futuro promisorio para toda la ciudadanía y no solo para un grupo
de privilegiados. ¿Alcanzan los arpegios de aquella guitarra el reciente grito
de Andrés Carrión frente al Presidente del país y del papa Benedicto XVI?
Pienso, además, que el escape del niño, desesperado,
hacia ese paisaje onírico o virtual que presenta la película en sus finales, es
el alerta que Rudy Mora le brinda a quienes únicamente pueden resolver los
grandes problemas de inmovilismo que hoy padece la sociedad cubana.
Pedro Armando Junco
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