A lo largo de estos festivales de teatro en Camagüey nunca había
sentido una aprobación verdadera, un interés sincero por encomiar las puestas
en escena y actuaciones como hasta hoy. Hace algunos años intenté adentrarme en
las puestas en escena de cada festival y, primero por la estrechez de capacidad
que ofrecían las salas debido a que cada obra un poquito crítica era visitada
más por vigilantes que por el público abierto, y luego porque muchas de ellas
carecían –para mí –de valor artístico real, abandoné el interés en ellos.
Pero este año ha sido diferente. Me llamó extraordinariamente la
atención que el Festival estuviera dedicado a un escritor marginado desde los
comienzos de la Revolución,
cuando el lema por aquellos días era crear una sociedad perfecta donde todos
los hombres fueran viriles, ateos y revolucionarios. Y Virgilio Piñera, al
menos, no calificaba en dos de estas tres exigencias. Perteneció al grupo de
José Lezama, Reinaldo Arenas y otros descontentos, sobre todo por su condición
de homosexual, cuando muy bien conoce todo el mundo que en el arte los
homosexuales son siempre mayoría y por cierto, están siempre entre los mejores.
¡Hay que reconocerlo!
Con algo de recelo visité algunas de las puestas en escena del
Festival. La primera de ellas, en plena calle, precisamente en la vecina Plaza
del Carmen. Era la compañía Morón Teatro
de Ciego de Ávila. Un grupo de actores, revestidos de terracota, iguales a
estatuas de barro cocido a las que no se les veía siquiera parpadear,
representaban a toda una gama de individuos de nuestra sociedad: la monjita, el
pintor, los músicos, un camarógrafo, una vendedora de flores y otra de frutas, el
pescador, el policía, los payasos, la bailarina, la maestra, la actriz, y un
matrimonio con su niña que lloraba. Lo primero que vino a mi mente fueron
aquellos hombres de terracota que luego de dos mil años de permanecer
enterrados junto a su emperador fueron descubiertos en China en 1974 y que,
seguramente, sirvieron de intuición al buen olfato del director para la idea.
Ciego de Ávila, la hija–hermana de Camagüey, no solo persiste en no quedarse
atrás, sino que muchas veces nos deja rezagados.
En la sala del Vicentina de
la Torre disfruté
el monólogo de Virgilio Piñera Un
jesuita de la literatura, interpretado con magistral estilo por el actor
Osvaldo Doimeadiós. Es un monólogo aparentemente insulso. Sin embargo, dentro
de aquellos parlamentos –a los que Doimeadiós inyecta toda su energía –podemos
encontrarnos con nosotros mismos.
Esa misma reacción sentí con Aire
frío, obra mucho mayor que la anterior, en la que Virgilio cuenta dramáticamente
la historia de su vida. Mucho tiene que ver el contenido con la realidad
cotidiana y real de cada uno de nosotros: es una obra lo suficientemente intemporal
como para trascender desde la época en que él la escribe hasta los días de hoy,
con el conjunto los avatares y sinsabores que sufre el pueblo cubano desde los
mismos inicios de la colonización. Es el mejor retrato de una familia cubana:
las perentorias necesidades económicas, la hija sacrificada por el hogar, el
viejo disoluto, la madre santa, abnegada y sufrida –como lo fue la mía –un hijo
errante, otro bien acomodado que retrata al actual dirigente cubano, y el otro
artista y maricón, donde se retrata a sí mismo.
No cupo el público en el teatro Tasende; y descubrí muchos rostros conocidos en la concurrencia:
personas cultas, ávidas del buen arte. En fin, ha quedado demostrado una vez
más que nuestro teatro es bueno. Que lo malo ha sido la censura de nuestro
teatro. Escritores hemos tenido y los hay en la actualidad, al margen de
aquellos a los que hice alusión en el post anterior, que aprovechando el
privilegio de ser bien mirados por los papás nos pretenden vender sus
borrones hasta en los escenarios teatrales. Sígase exhumando del profundo foso
del ostracismo a los verdaderos literatos cubanos sin tener en cuenta donde
residen o residieron, como pensaron y como fueron, en qué creen y qué creyeron
y miremos solamente su obra. Los escritores raramente suelen ser “bellas”
personas. Son seres con defectos, prejuicios y perturbaciones, pero de gran
sensibilidad. Buscar en ellos la perfección en la intimidad de sus vidas es un
absurdo, porque muchas veces su modo de vivir es el antípoda de lo que han dejado
escrito por sus propias experiencias.
Si en Cuba no tenemos un Shakespeare, un Moliêre, un Calderón o un
Lope de Vega, no debemos perder el sueño con eso. Estos también nos pertenecen
porque el arte es universal. Lo que sí debe preocuparnos es que nuestros
dramaturgos se acerquen cuanto más les sea posible a las grandes figuras de la
historia y que, cuando se exponga una obra suya en un escenario, al cierre,
todo el público se ponga de pie y ovacione.
Pedro
Armando Junco
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