Hace solo unos días, conversando sobre las próximas elecciones venezolanas y las nuestras, un “intelectual” quiso hacerme creer que libertad y democracia son un mismo elemento: palabras gemelas contenidas una dentro de la otra; idea tan absurda y llena de confusión como relacionar un mango con una berenjena.
Según mi criterio, libertad es la mayor realización a que puede aspirar un ser humano: entiendo por libertad el derecho a realizar todo cuanto le venga en ganas al individuo siempre que con su ejecutoria no le sea perjudicial a los demás. Este agregado limitante lo describe magistralmente nuestro Apóstol cuando le enseña a los niños de América: “Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado.” Mágicas palabras que en solo media línea la desnudan del mal uso que muchos pudieran pretender sacar de ella.
Pero la libertad abarca todas las prerrogativas del hombre desde el mismo instante que emerge del vientre de su madre. El derecho a la vida, que castra el derecho ajeno a arrebatársela no importa el crimen que haya cometido. Al derecho a “pensar y hablar sin hipocresía” se le unen los derechos a ejecutar acciones civilistas, a crear asociaciones y ligarse o no a las que estime convenientes. El derecho a viajar libremente por su país o por el mundo, sin que haya limitaciones arbitrarias por parte del Gobierno; el derecho a crear familia y enseñar a sus hijos su propia doctrina; el derecho a sus propiedades y negocios; el derecho a la prosperidad económica… y a una serie de derechos más que aparecen en la Declaración Universal de Derechos Humanos y que sería prolijo enumerar en este trabajo.
Pero democracia es el voto mayoritario de las multitudes. Y las multitudes son rebaños impensantes que, en la mayoría de los casos, obedecen al mando y mal manejo de los demagogos. Y los demagogos siempre terminan convirtiéndose en dictadores y tiranos que escamotean la libertad a esas mismas multitudes que anteriormente los aclamaron.
El escritor Ichikawa, residente en el exilio, declara fehacientemente que el voto de un ignorante no puede tener el mismo valor social que el voto de un intelectual. Y de hecho, las multitudes están constituidas en su mayoría por los primeros, por lo que pueden ser manejados –valga la redundancia –muy fácilmente por los demagogos, dictadores y tiranos.
He allí el gran descuido de la democracia, su fallido intento humanista, su agujero negro. Dentro de la belleza que encerraría el gobierno escogido por la mayoría, surge otra vez el resquicio, la abolladura de la cual se agarran los opresores.
Este detalle no pasó inadvertido por el filósofo norteamericano del siglo XIX Henry David Thoreau, cuando dejó escrito en su célebre manifiesto Desobediencia Civil su innata preocupación:
¿Es la democracia, tal como la conocemos, el último logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y organización de los derechos del hombre? Nunca podrá haber un Estado realmente libre e iluminado hasta que no reconozca al individuo como poder superior independiente del que derivan el que a él le cabe y su autoridad, y, en consecuencia, le dé el tratamiento correspondiente.
Lo cierto es, que esta preocupación de Thoreau se mantiene vigente hasta nuestros días sin que los hombres más lúcidos hayan podido resolver el dilema. Por lo tanto, no nos queda otra alternativa que “arar con estos bueyes” los enyerbados surcos de nuestros tiempos. Las elecciones, por democráticas que parezcan, no pueden ofrecer la realización al deseo personal de cada ciudadano, quien se ve urgido a rendir su voto al partido que más razones calificadas por su criterio ofrezca en la plataforma de gobierno. Rara vez encontrará el individuo, si realmente es un ser pensante y de alma libre, un ofrecimiento partidista que cubra cabalmente todas sus aspiraciones pues serían necesarios tantos partidos como ciudadanos tenga un país para conseguir este sueño utópico.
Sin embargo, como diría el Arcipreste de Hita a la hora de aconsejar esposa y proponer la mujer de pequeña estatura: “del mal, el menos”. Así que lo más cercano a lo mejor es el partido que mayor cantidad de ofrecimientos apetecibles prometa. Y si para la mayoría de los venezolanos, que son los pobres olvidados por los anteriores gobiernos, escogen a Chávez, debemos aplaudirlo. Si Chávez está depauperando a Venezuela económicamente como gritan sus adversarios, lo que debieron hacer ellos es ponerlo en evidencia ante cada ciudadano que ha recibido los beneficios que nunca antes recibió. Si la infraestructura del país se deteriora, las carreteras empeoran, las extracciones de petróleo han mermado, las producciones agropecuarias disminuyen por días y las importaciones tienen que ser cada vez mayores, como sucedió en Cuba revolucionaria, poco tiene que ver con aquellos que nunca tuvieron carros con que transitar por esas carreteras, ni consumieron combustible, y se alimentaron básicamente de lo poco que podían adquirir, pero que hoy gozan de salubridad y educación gratuita, así como de la posibilidad de ascender sin importar sus raíces sociales.
No quiero decir con esto que Hugo Chávez sea el gobernante ideal. Gobiernos de izquierda, como el brasileño, no han tenido que perpetuar en el poder a su presidente, ni han tocado una tilde de su Carta Magna, ni atacan con tanta ferocidad a sus oponentes; sino, por el contrario, se han preocupado solo por elevar el nivel de vida de la población más necesitada sin desarticular las grandes consorcios capitalistas y crecen a velocidad vertiginosa. Así, llegado el día de las elecciones, gozan plena confianza en que su partido saldrá victorioso. Un gobernante, por generoso que haya sido, no tiene por qué permanecer más de un período o dos en el poder. Washington ofreció el más evidente de los ejemplos. El poder corrompe y la historia estigmatiza a los hombres, por grandes que hayan sido, cuando se arrogan derechos dictatoriales. El ejemplo es Bolívar.
Toda votación es un juego, como el de damas o el ajedrez, pero con un leve tinte moral, un quehacer festivo con el Bien y el Mal, con resonancias morales; y el envite, naturalmente, es inherente a él. No se apuesta sobre el carácter de los votantes. Yo deposito mi voto, quizá, por lo que estimo correcto; pero no me siento vitalmente interesado en que prevalezca. Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. Su obligación, por tanto, jamás pasa del grado de lo conveniente. Incluso votar por lo justo es no hacer nada por ello. Apenas significa otra cosa que exponer débilmente a los hombres el deseo de que fuera así. El hombre prudente no dejará lo justo a merced del azar ni deseará que prevalezca gracias al poder de la mayoría. Poca es la virtud que encierra la masa.
A nosotros los cubanos, que ni siquiera disponemos de un partido opositor que señale los supuestos errores del partido gobernante, se nos atiborra en estos días con las elecciones venezolanas. La televisión, la radio, la prensa escrita no hacen más que hablar de los comicios en la hermana república bolivariana. A fin de cuentas todos estábamos seguros de la victoria del presidente Chávez, aunque nunca imaginamos las ganara con margen tan estrecho; cuestión que hace pensar que si le sumamos el 20 por ciento de abstenciones a la oposición –puesto que todos los chavistas fueron convocados a no faltar a las urnas –, hay mayoría en los venezolanos que no simpatizan con el mandatario. La simpatía por el partido de gobierno ha disminuido, y en estos seis años venideros solo le quedarán dos caminos a tomar al presidente: o se esfuerza por recuperar el apego de sus disidentes con medidas reconciliadoras y fructíferas, o se convierte explícitamente en un dictador. En este siglo ya se torna en muy peligrosa esta última resolución gracias al desarrollo tecnológico informático y a que los pueblos, igual a los caballos salvajes, no gustan de llevar sobre sus lomos el mismo jinete por mucho tiempo a no ser que se les someta en el picadero..
Paralelo a esto se habla también de las venideras elecciones en Cuba y la libertad con que el pueblo ha escogido a sus delegados. Al plantear un paralelo entre ambas, deja un amargo visceral en el estómago conocer que el pueblo de Venezuela, al menos, alcanza la oportunidad de votar por el futuro presidente de su país o negarle el sufragio; mientras, a nosotros, apenas se nos permite escoger el simple delegado de la circunscripción.
Y para citar por tercera vez a Henry David Thoreau, quien fuera luminaria de Mahatma Gandhi en su benemérita tarea de liberación de la India del imperio Británico, quiero concluir este artículo con la poca fe que dicho filósofo valora el voto eleccionario en cualquiera de las facultades con que se le convoque:
Cuando la mayoría vote, por fin, por la abolición de la esclavitud, será porque es indiferente a ella o porque queda ya muy poca que abolir mediante su voto. Serán ellos, entonces, los únicos esclavos. Sólo el voto de aquél que afirma con él su propia libertad puede acelerar la abolición de la esclavitud.
Pedro Armando Junco
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