En la madrugada del 26 de octubre, según los reportes noticiosos
nacionales, el huracán Sandy devastó la ciudad de Santiago de Cuba. Árboles
caídos encima de los techos, casas totalmente desmanteladas, las redes de
electricidad y comunicación derribadas y nueve personas fallecidas, es parte del
saldo de un huracán caribeño de categoría 2, según la escala internacional.
Acá en Camagüey nos mantuvimos a la expectativa, pues Sandy, siendo
todavía una simple Tormenta Tropical, despegó desde las profundidades del sur
del mar Caribe –parecido a como Usain Bold lo hace en sus carreras de campo y
pista –con vertiginosa velocidad de traslación rumbo directo hacia nosotros.
Por fortuna para Camagüey, su proyección hacia el norte tuvo una ligera inclinación
hacia la derecha y nos soslayó por completo.
Sabemos que los ciclones del hemisferio norte giran contrario a
como lo hacen las manecillas de un reloj y que su mayor poder lo ejecuta el ala
derecha en su trayectoria. Para quienes hemos vivido fenómenos como este,
conocemos por experiencia que los vientos sostenidos, ayudados por rachas
superiores en intervalos continuos, son capaces de levantar árboles de cuajo y
voltear automóviles. Y como si esto fuera poco, las enormes crecidas de los
ríos se convierten en peligro vital para personas y animales.
La ciudad de Santiago de Cuba es la segunda del país por
habitantes. Enclavada dentro de montañas y aledaña a una espaciosa bahía,
conforma el valle más caluroso del país. Pero sus habitantes, por idiosincrasia
local, son los más amistosos y solidarios de la Patria. Y mi
preocupación estuvo centrada, principalmente, en la integridad de las personas
que radican allí.
Cuál no sería mi sorpresa al ver por el Noticiero Nacional de la Televisión la devastación
de la parroquia de San Antonio María Claret, destruida hasta sus cimientos que,
entre aquellas ruinas, solamente quedaban salvados El Cristo del altar mayor y
las campanas que llamaban a misa.
La institución de Misioneros Claretianos desde hace aproximadamente
una década ha sido mi mayor punto de apoyo literario y de cuya revista Viña Joven me enorgullece ser un
afortunado colaborador. En ese lugar radican las más preciadas de mis amistades
santiagueras, entre ellas Mirta Clavería Palacios, directora de la Revista y el padre
Carlomán, misionero colombiano que desde mis primeros pasos amistosos dirige el
destino de tan preciada institución. A tantos días del desastre aún no he
podido contactar con ellos. Mis llamadas telefónicas no son respondidas y el
correo electrónico tampoco funciona, pues todo indica que sus líneas también
quedaron destruidas.
La Defensa Civil cubana es un organismo creado precisamente para prevenir los
grandes desastres naturales. Sin embargo, a no ser la preservación de vidas
humanas y algunas riquezas materiales en el acto del desastre, poco está al
alcance de salvamento por esta institución cuando la Naturaleza lanza contra
nosotros temblores de tierra o huracanes. Y debido a esto, me da por pensar que
si el ciclón Sandy hubiera embestido a Camagüey de igual manera como a Santiago
de Cuba, miles de hogares de nuestra ciudad habrían sido arrancados de cuajo o intensamente
promovidos. Habría sido la consecuencia no solo del poder destructor del
meteoro, sino también, y en mucho, la del abandono en que se encuentran
actualmente muchas ciudades del país –en su mayoría –debido al deterioro paulatino
sufrido por el tiempo, las limitaciones de recursos por sus altos precios y las
objeciones burocráticas que el Estado cubano practicó durante medio siglo.
Todos conocemos que los inmuebles, tanto estatales como
particulares, llevan un mantenimiento continuo y permanente si se pretende
evitar un deterioro progresivo que los debilite y los haga propensos a
colapsar. Hasta hace muy poco nuestras viviendas no eran nuestras. ¿Paradójico,
verdad? Un poco por el exiguo sentido de pertenencia y un mucho por el alto
costo de los materiales y las restricciones de restauración y ampliación a
particulares, el hogar cubano fue quedando relegado a un “mañana, si se puede” por sus propietarios.
Como algo adicional –y pienso que esto también sucede en Santiago
de Cuba por ser una de las primeras villas fundadas por los españoles –está el
intento de la Oficina
del Historiador por preservar intactas las estructuras antiguas de las
viviendas cuando ni siquiera el cemento existía. Pudiéramos conjeturar, además,
que mucho tiene que ver la poca calidad de las construcciones actuales. Un corredor
de viviendas me comentó recientemente que cuando un comprador le solicita un
apartamento, le hace hincapié en la fecha de fabricación del inmueble:
“Pregunta, ante todo, si
es una edificación posterior o anterior a 1959. Y contrariamente a toda lógica,
las casas antiguas suscitan más interés y conservan mayor valor monetario que las
construidas en el período revolucionario”.
Y por colofón, no perdamos de vista la migración rural hacia las
principales ciudades del país debido a las restricciones y el abandono –sobre
todo alimentario –que han venido sufriendo en las últimas décadas. Estos
beduinos criollos, marginados y a solo un paso de la indigencia que no publica
la prensa oficial, están llenando de “favelas” cualquier barbecho
abandonado en las márgenes de muchas ciudades del país, sobre todo en las de
mayor contenido poblacional.
Téngase presente que un huracán es capaz de ocasionar daños hasta
en la ciudad mejor construida del mundo; pero no se pierda de vista que gran
parte de la destrucción de viviendas en las nuestras al paso de un meteoro como
este, se debe a la poca capacidad de resistencia de las mismas.
Pedro
Armando Junco
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