domingo, 2 de noviembre de 2014

Robo con fuerza

Robo con fuerza

 

A César, mi vecino, le robaron el bicitaxi. Lo había preparado de manera muy original, a su modo y conveniencia. Le compró una casetera de automóvil con dos bocinas grandes para amenizar el tiempo que los usuarios lo montaran. El cojín de los usuarios era mullido y el del conductor lo ubicó reclinado, para conseguir manejarlo con mayor comodidad. Y era un joven relativamente feliz porque, padre de una hermosa niña de ocho meses, gracias a su rudo trabajo podía solventar las necesidades más urgentes del hogar, sobre todo en alimentación y limpieza..

Explico a quienes no conocen la nomenclatura criolla actual, que el bicitaxi no es invento criollo, sino una regeneración de los palanquines asiáticos en los que un chinito cualquiera lleva a remolque y a pie a los turistas por solo unas monedas. En nuestro país, ante la escasez de transporte urbano, sobre todo en ciudades como Camagüey donde las elevaciones de la vía tanto como el trabajo estatal bien remunerado brillan por su ausencia, surgió este tipo de vehículo medieval y tercermundista como fuente de trabajo dura, pero capaz de resolver las necesidades elementales de una familia. No es más que una bicicleta de tres ruedas en cuyo trasero se han instalado dos asientos para viajeros.

Con el paso del tiempo el bicitaxista –igual que a la totalidad de nuestro pueblo– ha desarrollado su inventiva y convertido a estos rústicos aparatos de comienzo de la crisis del transporte urbano, en verdaderas obras de arte. Les han colocado techo, cortinas laterales para que en caso de un aguacero el turista no se moje (aunque el conductor destile agua a la intemperie), les han multiplicado su capacidad de peso sustituyendo las gomas de bicicleta por gomas de moto o de automóvil, les han colgado adornos y banderitas por todas partes y, gracias a una batería de camión que algunos llevan debajo del cojín, como en el caso de César, se ha rascado el bolsillo para adquirir en las shopping luces de colores y una casetera con cintas de reggaetón y par de bocinas –a veces enormes–que alegran tanto la calle con su ritmo, como a veces molestan por su escándalo.

A pesar de ser el bicitaxista un tipo de proletario más por el hecho de ser “cuentapropista” –entiéndase trabajador por cuenta propia–, es mal mirado por los agentes del orden y estos, siempre que pueden lo multan o lo expulsan de áreas donde se sitúa a ver qué turista pesca. Pero, como diría Goethe en su inmortal Fausto:“poderosa es la ley, pero más poderosa es la necesidad”, el bicitaxista ni ceja en su propósito ni da tregua a los policías que lo acosa y en cualquier sitio encontramos uno que por diez o veinte pesos nos dé la carrera.

Según mis cálculos, la totalidad de bicitaxistas en Camagüey ciudad debe rondar el millar de carruajes. Los hay muy jóvenes y fuertes muchachos, como en ocasiones puede aparecer un sesentón que suelta los pulmones por sus piernas para ganarse algunas decenas de pesos al día. Porque tanto es el odio velado de la clase dirigente para quienes trabajan por su cuenta, que les está prohibido acoplar un pequeño motor al artefacto para hacer más llevadera la carga que transporta.

Y el caso fue que César arribó a su casa después de las cuatro de la madrugada, agotado por una dura noche de faena. Colocó par de cadenas con sendos candados en cada rueda trasera de su aparato y se tiró un rato a dormir. Su casa no tiene cochera ni posibilidad de introducir el bicitaxi debido a la estrechez de la puerta. Cuando termina su jornada debe ir a guardarlo en otro sitio. Pero como pensaba en descansar solamente un rato y retomar su actividad, lo creyó seguro. Cuál no sería la sorpresa del pobre joven cuando al abrir la puerta de su casa el bicitaxi ya no estaba allí.

Casos como el de César ocurren a diario en Camagüey –y en todo el país– sin que la prensa los publique, ni la policía lleve a cabo soluciones satisfactorias. La desidia policial se une, paralela al incremento delictivo que amenaza con importar desde Venezuela más que petróleo crudo, la peste de sus peligrosos “malandros”.  Y como si esto fuera poco, cuando alguno de estos elementos cae en la red policial, entonces los tribunales le aplican medidas tan poco drásticas que en vez de conminarlos a desistir de la delincuencia los invitan a incrementarla.

La desaparición del bicitaxi de César es un robo con fuerza según lo definido en el código penal cubano, no un simple hurto; porque el ladrón tuvo que romper los dos candados que ataban sus ruedas. Pero en el caso de ser capturados los delincuentes, cuentan con la benevolencia del tribunal para estos casos, por razones que desconocemos todos; porque, para otros supuestos delitos como el de sacrificar una vaca propia, el rigor es exagerado. La conmiseración de la ley y los tribunales no permite siquiera que un ciudadano se defienda y cause daño al cuatrero que invada su casa. Y todo este desajuste ilógico de nuestro sistema político no tardará en traer nefastas consecuencias como la de vivir bajo la ley de la selva. Ya se habla de pandillas organizadas. Salir de casa en la madrugada o regresar a altas horas de la noche es un peligro potencial que todo el pueblo conoce. Los delincuentes no desdeñan el escrúpulo, y de igual manera atacan a un anciano, a una mujer o a una niña, como ocurrió hace solo unos días en el nuevo bulevar de la calle República.

Hoy César, un joven proletario honrado y trabajador, ha perdido toda esperanza de recuperar su bicitaxi y se le oprime el corazón solo de pensar de qué manera podrá acarrear para su casa las necesidades básicas de un hogar cubano.

 

Pedro Armando Junco

 



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