Aledaño a mi casa centenaria, hace ochenta años el viejo José Ramírez proyectó un edificio multifamiliar de siete apartamentos. A base de ahorros y limitaciones muchos lo tildaron de tacaño lo hizo construir de dos plantas, con tres apartamentos bajos y cuatro en el segundo piso. Lo céntrico y confluente del lugar hizo ver al EDIFICIO RAMÍREZ como uno de los más atrayentes habitables del centro histórico de Camagüey y, por lo tanto, con alto valor de rentabilidad. Su familia era numerosa; sin embargo, ya en la vejez tomó como negocio alquilar las viviendas de los altos con el propósito de pasar una vejez tranquila y sin tropiezos económicos. Así le marcharon de bien las cosas hasta que, en la década de los sesenta, la Ley de Reforma Urbana le confiscó los inmuebles arrendados. Esta ley revolucionaria prohibía a cada propietario nacional poseer más de una residencia. Vivir de la renta o el alquiler de una casa, quedó ex profeso como un negocio ilícito. Ante la oleada marxista de esa primera etapa revolucionaria, ganar dinero por cualquier motivo que no fuera el salario estatal, se veía tan pecaminoso o más como robar al prójimo.
De esa manera el señor Ramírez perdió todos los apartamentos alquilados y recibió a cambio una magra pensión vitalicia que caducó el día de su sepelio. Los inquilinos que en el momento de la confiscación habitaban los inmuebles traspasaron a su nombre los apartamentos, y de esa manera la Revolución ganó muchos simpatizantes por agradecimiento, mientras solo arrastraba el descontento del desposeído. Es una práctica milenaria de resultados matemáticos muy positivos para quienes ostentan el poder: regalar lo ajeno es considerado por los estudiosos de la política, como la fórmula más habilidosa de ganar adeptos.
Con la Reforma Agraria sucedería de igual manera para quienes habían tomado parcelas en arrendo; apareció la palabra "precarista", nunca antes escuchada por los campesinos pobres e iletrados, y se le extendieron títulos de propiedad en detrimento del verdadero titular de las tierras: otra medida provechosa en apariencia, si el futuro de esos campesinos hubiese llegado a ser un poco menos ilusorio. De idéntica manera la Revolución ganaba partidarios e invitaba a los "siquitrillados" a dar un paseo definitivo más allá del Estrecho de la Florida. Vale destacar que estos beneficios fueron muy escasos y tomados con pinzas, pues el grueso de las haciendas del país pasó directo al Estado. Con ellas se crearían las solo recordadas por los más viejos "Granjas del Pueblo" donde, a partir de entonces, el cubano del campo tuvo que continuar trabajando por un simple salario igual a como había hecho con los terratenientes.
Y sucedió también por esa década la confiscación de todos los establecimientos y negocios particulares. Bodegas, cafeterías, salones de barberos, etc. Qué decir de las grandes tiendas, hoteles y esa infraestructura inmobiliaria de alto rango que del día a la noche pasó a manos del Estado. Todo pasó "a manos del pueblo". De esta manera los cubanos aprendieron a regocijarse cuando siquitrillaban al vecino poseedor de algo que él no había podido alcanzar. Así comenzó, junto a los grandes bosques de marabú que ocupan aquellos terrenos afectados por la ley agraria, la siembra de la envidia entre nosotros mismos. Hoy, a pesar de que la mayoría del pueblo ha abierto los ojos, muchos se alegran todavía cuando a un vecino le tronchan el negocio que prospera, sin detenerse a averiguar si lo que disfruta es producto de una industriosa y honrada gestión, o si lo recibió de algún familiar cercano, residente en el extranjero.
Ha transcurrido medio siglo de aquellas confiscaciones. El país está en ruinas. En ruina económica y en otras ruinas que prefiero callar por el momento que me ocupa. Algunos de los que fueron grandes consorcios, ahora se rentan a particulares ricos, con la condición de que sean extranjeros, porque el nacional no tiene derecho a ser rico. Al cubano común y corriente de la ciudad se le permite arrastrar una carretilla de viandas por las calles para que sobreviva; al que habita en el campo se le presta un pedazo de terreno bajo estrictas condiciones de fiscalización, sin facilitarle un machete y un par de guantes a buen precio para que desmonte el marabú de aquellas tierras "del pueblo", hoy improductivas y ociosas, con el compromiso de que toda su producción sea vendida al Estado, al precio que este mismo Estado fije a su capricho y acomodo, sin tener siquiera un sindicato independiente que lo defienda.
El colmo de la paradoja es que, después de tantos años transcurridos, los nietos del viejo Ramírez, residentes en dos de los apartamentos de abajo y ancianos ya, han visto cómo el propietario actual de un apartamento que fuera de su abuelo, coloca en la entrada del inmueble el anuncio de Arrendador en Divisas, a sabiendas de que por igual motivo el viejo José Ramírez murió siquitrillado; y ellos quedaron huérfanos de la herencia que por ley natural les pertenecía.
Pedro Armando Junco
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