domingo, 25 de diciembre de 2022

SÍNDROME DE JEAN VALJEAN

En todos los pueblos del mundo con raíces cristianas, la Navidad representa el amor y la unión de la familia. De hecho, simboliza el advenimiento de Jesús en un pesebre, pero al abrigo de su padre y de su madre, juntos. Es la Sagrada Familia, como se le conoce. Y así es de cierto: la familia es sagrada. No importa la distancia; son la Navidad y la llegada de un nuevo año, los motivos que incrementan los viajes para reunir a padres, hijos y nietos, que en ocasiones desde el año anterior no se veían.
Por eso, cuando sentado en el balance de la sala leo algún libro y llega el nieto y se encarama en mis piernas, aparto el libro y aprovecho para arrullarlo unos minutos. Igual sucede al dormir con mi hija más pequeña, cuando acosada por el frío de la noche busca el calor de mi cuerpo; pierdo el sueño porque se acurruca junto a mí hasta el amanecer. Puede que sean dos horas y hasta más, pero disfruto despierto el extracto más puro de la felicidad. La felicidad es el bien supremo de la existencia humana, así lo estimo; como consecuencia, el objetivo primordial de cada ser viviente ha de ser alcanzarla. Por eso los momentos de placer junto a mis niños valen más que oro de 24 quilates.
Cierto es que el resto de las horas del día se difuminan en la cotidianidad de los tantos problemas a resolver; pero como ya he dicho en otros textos, "la felicidad viene en rachas, como los vientos huracanados".
Por esa razón es bueno, de vez en cuando, retrotraernos al amor filial y aspirar profundo desde nuestro pasado, para recordar los momentos hermosos en compañía de quienes nos quisieron tanto: nuestros padres. Y es aquí cuando me pongo filosófico y acepto que el amor se transforma en felicidad y que esta es mayor para quienes lo brindan, que para quienes lo reciben. En ese éxtasis regreso a cuarenta años atrás, cuando mi madre, casi octogenaria, abría la puerta de mi cuarto todas las mañanas y, sobre una amplia bandeja, cargaba los dos biberones de leche de mis hijos y el par de tazas de café para mi esposa y para mí. Muchas veces le indiqué que dejara de hacerlo por el problema de las várices en sus piernas y el madrugón a que se obligaba, pero siempre fue inútil mi reclamo. Ahora entiendo mejor aquel sacrificio de mi madre todas las mañanas: era su felicidad de 24 quilates.
Sin embargo, la cara triste del amor también tiene su historia. A mis veinte años fui detenido por la Seguridad del Estado durante 32 días por escribir a un amigo venezolano y aconsejarle que nunca permitiera llegar a su país un régimen como el nuestro. Y según me contara alguien después de los sucesos, en esos días de mi encierro, a la hora del almuerzo y ya sentados a la mesa, mis padres se miraban entre ambos, se echaban a llorar y apartaban el plato ya servido.
Esa dicotomía entre la felicidad y el dolor que puede causar el amor más puro, radica en lo que califico como síndrome de Jean Valjean. Porque este famoso personaje de Víctor Hugo, capaz de soportar y superar los más innobles obstáculos, murió víctima sobre todo de la tristeza por la ausencia de Cosette, la hija adoptiva a quien se dedicó por entero y por la que tantos sacrificios llevó a cabo.
Pensando en eso hoy, me pregunto: ¿cuántos, de los casi tres millones de ancianos que vivimos en Cuba, pasaremos la Navidad en ausencia de nuestras Cosette y apartaremos el plato de la cena –si es que lo tenemos–, víctimas del síndrome de Jean Valjean?

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