El corazón también duele cuando frente a la puerta de tu casa aparece una imagen dantesca de la miseria humana.
Al regreso de buscar la bolita de pan en la bodega, un conocido de la zona me llama la atención:
- ¡Mira para esto, vecino!
Es preciso adelantar que a solo unos metros de mi puerta está el basurero de mi barrio, cuyo depósito para esos desperdicios fue sustraído de allí desde hace meses, no se sabe por qué ni por quiénes, y es en la actualidad un espacio colmado de javitas plásticas con desechos hogareños y otros muchos residuos a granel, en los que proliferan las moscas y se alimentan los perros callejeros. Y la llamada de atención de mi vecino fue para mostrarme a un señor endeble y extremadamente delgado que estaba abriendo una por una las bolsitas de sancocho, hurgaba en ellas a mano limpia, y en ocasiones probaba en su boca el contenido.
Si resulta sórdido narrar esta escena, cuánto más no lo será observarla personalmente. Solo atiné a entrar a mi casa, sacar del bolso la pequeñisima bolita de pan acabada de comprar en la bodega, mejorarla con algo que había guardado para mi desayuno, y pedir al infeliz que
la aceptara luego de lavarse las manos en el agua corriente de la acera. Pienso que mi automática actitud tuvo su base en el recuerdo de aquel joven que repartía bocaditos a mendigos en la Calle República.
En eso estábamos mi vecino y yo cuando llegó al lugar un religioso, conocido por los turrones de maní que vende y su habitual saludo:
-¡ Buenos días! ¡ Que Dios los bendiga!
Mi vecino y yo le compramos un turrón que ahora cuesta $200, lo dividimos a la mitad y de cada parte apartamos un pedacito para el hambriento.
El religioso se quedó mirándonos en silencio, hasta que me dio por decirle:
-¿ Y tú no vas a hacer lo mismo?
Entonces el buen cristiano cerró el zipper de la bolsa en que cargaba los turrones, observó que no venía carro por la calle, y se marchó en silencio por la acera de enfrente.
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