Me propuse escribir una crónica del día a día que estamos viviendo y en mi cotidiano recorrido para buscar la bolita del pan diario, recibí como primera inspiración la fetidez de un tanque de basura colocado en el portal de la bodega, y cuyo desbordamiento casi llegaba a la puerta de entrada del sitio en el que se venden la leche, el pan y el resto de los víveres de la cuota básica. Le tiré una foto y la subí a mi historia.
De regreso a casa quise bañarme y no había agua. Entonces recordé el comentario de un amigo sobre el despilfarro de agua potable en el Puente de Hierro. Y me fui hasta allá, un sitio muy poco conocido en el recóndito final del reparto Florat, donde la miseria es superlativa: las calles son trillos y los vecinos sobreviven en casuchas endebles copadas de manigua.
Allí permanecen todavía el Puente de Hierro y su magnificencia, a pesar de que pocos camagüeyanos lo conocen. Su fecha de construcción dicen que supera los cien años; y a despecho de la mohosidad que lo cubre por nunca más haber recibido el merecido baño de pintura, aún sobre él cruzan dos ramales de vía férrea: el que conduce hasta La Habana y el que lleva a Santa Cruz del Sur.
La firmeza de sus vigas de acero sostiene tuberías de seis pulgadas por las que debería llegar agua potable quién sabe a cuántos sitios de la ciudad. Pero estas tuberías se han deteriorado, se han llenado de huecos, y el líquido que por razones como esa no llega a nuestras casas, se pierde en lastimosos chorros que, parodiando un surtidor, caen al río en el más cruel de los desperdicios.
Este aviso es mi regalo para los dirigentes provinciales y un recordatorio también de sus responsabilidades para con un pueblo que se hunde en la suciedad y en la miseria.
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