No hice más que entrar y allí estaba el tanque desbordado de laticas de cerveza vacías, la vara de asar puercos —todavía chorreando grasa— recostada al alero del bohío, el reguero de sobras de comida del que ahora hacían banquete las gallinas y lechones del patio. Rolando y Magdalena estaban exhaustos, pero muy contentos.
Había sido la fiesta para despedir a Dairon, el menor de sus tres hijos, que volaría al día siguiente gracias al parole. Daily, la mayor, se había marchado hacía tres años, ya había conseguido sacar a Danger, el segundo vástago, tiempo atrás; y como buena hermana no podía dejar al más joven a la desventura.
Rolando y Magdalena estaban muy felices. Invitaron a todas las familias del vecindario y echaron por la borda hasta el último de sus ahorros, pero valía la pena sacar a sus tres hijos de este naufragio. Y a pesar de ser campesinos poco ilustrados, sentían la dicha del que pone a salvo, en el último bote salvavidas de un Titanic que naufraga, su descendencia.
"En este país no se asa el puerco en puya, sino en caja china", les contaba Danger desde el "imperio", muy naturalizado al ambiente. "Aquí hasta pagan para que las mujeres paran; y les ayudan a criar el muchacho", les remarcaba Daily al mostrar por WhatsApp las monerías de su niño, sin complejo de que su nombre y el de su hermano sean la comidilla y burla de sus compañeros de trabajo norteamericanos.
Pero Rolando y Magdalena se han resignado, al igual que miles y miles de padres y abuelos de nuestro triste país, queriendo alejar de su mente la sospecha de que ese adiós, pretendidamente temporal, sea definitivo, y hacen fiesta de lo que pudiera llegar a ser una despedida de duelo.
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