Hace quizás cuarenta años escuché decir a un viejo jurisconsulto que si un pueblo culto y conciente de sus derechos tuviera que vivir bajo leyes y decretos como los nuestros, la ciudadanía no saldría a la calle. Agregó incluso, frente a un grupo de incrédulos entre los que yo me encontraba, que en Cuba cualquier inclinación fuera de la línea que la Revolución había trazado era capaz de sacar al individuo de la legalidad y su actuación podía considerarse como ilícita.
Aquella afirmación tan subjetiva y, según pensé en esos momentos, tan poco axiomática, ha venido hincándome reiterativamente durante todos los años subsiguientes a dicha plática, y los “encontronazos” sufridos ante las autoridades han llegado a incitarme a creer que aquellas palabras encierren verdades que puedan caracterizar las leyes y decretos cubanos.
Recuerdo, por ejemplo, la vez que, recién liberado el dólar, salía yo de la tienda El Encanto con una bolsa sellada con veinte jabones de baño –en esos tiempos, luego de pagar, la mercancía era depositada en una bolsa de nylon y cerrada con una precinta para franquear la puerta de salida del establecimiento –. Al tomar la calle no caminé diez pasos y me detuvo un policía que, sin darme una simple explicación, se apoderó de mi bolsa y me ordenó subir al carro patrullero en el que andaba junto a otros agentes. Luego me condujo a la 1ra Unidad Policial de la ciudad. Allí permanecí cerca de ocho horas detenido: fui requisado hasta en los calcetines y me aplicaron el decreto #149. Este decreto, firmado por el ya entonces extinto Ministro del Interior José Abrahantes y por alguien más que ahora no recuerdo, convierte en una figura delictiva el “acaparamiento” de cualquier mercancía que exceda las tres unidades. Mis veinte jabones fueron confiscados arbitrariamente y me impusieron una multa de sesenta pesos.
Cito este caso como ejemplo entre muchos que sufriría a lo largo de todos estos años, como seguramente le habrá ocurrido a una gran parte del pueblo cubano. La ley del estado peligroso de un ciudadano, figura, entre otras –estrechamente ligadas a los campos de las UMAP –, como negro recuerdo en la memoria de los más veteranos de ese período de la historia revolucionaria que algunos pretenden pasar por alto o borrar de las crónicas futuras de los años anteriores al nuevo milenio. De entonces acá las cosas han cambiado mucho en mejoría de los derechos ciudadanos, aunque no por ello debemos escribirlas en lápidas de hielo y darlas por olvidadas; sino, todo lo contrario, hemos de colocarlas sobre la picota de la historia para que jamás vuelvan a producirse.
Sin embargo, aunque esos decretos hoy raramente son esgrimidos por anacrónicos y ultrajantes, todavía permanecen allí, en los códigos jurídicos; en estado de coma, es cierto, pero no faltan quienes conservan la esperanza de ponerlos nuevamente en ejecución.
Si el caso que cité más arriba violó flagrantemente los artículos 9 y 17 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, y mi ignorancia de estos –pues esta Declaración no se promociona en nuestra sociedad –no me permitió reclamar la arbitrariedad y el despojo, cabe muy bien pensar que una parte de nuestra ciudadanía tampoco los conoce a profundidad y la mayoría ni siquiera los ha escuchado mencionar.
Y es el caso que hace solo pocos días se presentó en mi casa una inspectora del Instituto de la Vivienda con la intención de multarme porque yo había pintado la fachada de mi casa sin pedir permiso. La citada funcionaria primero me amenazó esgrimiendo el disimulo de la advertencia con imponerme una multa de 400 pesos y en caso de negarme a firmarla –me explicó con grandísima dulzura –reaparecería luego junto al Jefe del Sector Policial en busca de mi delictiva persona, porque he violado el decreto ley 272/01 que, según ella, establece que la casa puede que sea mía, pero la fachada pertenece al Estado; o sea, que el Estado en esos casos pasa a ser la Oficina del Historiador de la Ciudad, y dicha oficina dictamina, gracias a un conjunto de seres humanos sentados detrás de sus buroes, de qué color está permitido pintar nuestras fachadas y – para utilizar su propio vocabulario –cuáles colores “no proceden”. Todos estos derechos que se arroga la Oficina del Historiador están al margen de su responsabilidad a la hora de ofrecer los medios y materiales necesarios para que el propietario ponga su fachada bonita, presentable, o arregle su vivienda cercana al derrumbe.
Luego de una larga y melosa conversación me extendió una citación que atesora como encabezamiento, en letras grandes y mayúsculas, la siguiente frase: OBLIGACIÓN DE HACER.
Por cierto que no desaproveché la oportunidad para señalarle la ceguera de los inspectores –excluyéndola a ella, por supuesto –que no ven los desagües de los techos de las viviendas hacia la calle –eufemísticamente llamados gárgolas en su galimatías laboral –cuyos tubos se extienden a veces a casi un metro fuera de la placa y echan el chorro de agua sucia más allá de la acera, por donde transitan no solo vehículos techados, sino personas a pie, en motos y en bicicletas, muchas veces víctimas de la suciedad por ellos expulsada. No olvidé hacer hincapié en esa gran cantidad de aceras rotas en las esquinas donde hubo alguna vez una rejilla de metal y ahora amenaza con accidentar un transeúnte ciego, un niño descuidado o cualquier persona que no tenga la precaución de ir explorando el camino por donde pisa como si estuviera marchando sobre un campo minado. Tampoco dejé de advertir a la inspectora sobre la multitud de tragantes que, ahora tupidos y convertidos en vomitantes, echan hacia la vía pública los desechos humanos de la comunidad, los vertederos de basura en cualquier sitio, las calles llenas de huecos que están prácticamente intransitables. Le hice ver –y hasta pienso que ella reconoció –que más importante que perseguir a aquellos que pretenden embellecer las fachadas de sus casas, los inspectores –tanto los de la Oficina como todo vigilante estatal que esté conciente de su responsabilidad civilista –deberían tomarse interés por resolver estos desmanes y abandonos que están convirtiendo a Camagüey en una pocilga maloliente y sucia.
La inspectora hubo de reconocer que los intendentes municipales sienten temor de acometer una campaña contra las gárgolas de los techos que vierten a la calle, porque son muchas las viviendas afectadas por ese mal y “ya que quienes ordenan a los inspectores la imposición de multas nunca se atreven a dar la cara, aquellos tampoco están dispuestos a buscarse problemas”. Sobre los tragantes rotos y tupidos es obvio que nadie va a multarse a sí mismo.
Al final nos hicimos amigos la inspectora y yo. Nos tomamos un café amistoso como antaño los indios norteamericanos fumaron la pipa de la paz y le prometí ventilar mi delito en la Oficina del Historiador de la Ciudad hasta descubrir qué color “procede” en la fachada de mi casa, una de las únicas dos recientemente pintadas en toda la Plazoleta de Santa Ana. Como algún trabajador de esa Oficina va a leer este trabajo, allí les adjunto dos fotografías: una de mi casa y otra de la vivienda de enfrente. Ahora dígame usted, amigo que me visita en cualquier parte del mundo, ¿cuál afea más el Centro Histórico de una ciudad admitida dentro de la selecta lista del Patrimonio Mundial, siendo este el cuarto centro histórico urbano de Cuba a sabiendas que esta es una distinción que debe mantenerse?
Y de hecho, casos como este, otorgan total validez a las palabras premonitorias del anciano jurisconsulto retirado. Pero en este que nos ocupa no fue necesario salir ni a la puerta de la calle.
Pedro Armando Junco
Hola de nuevo Pedro Armando, Rachel por aquí, la muchacha de la tesis. Necesito ponerme en contacto con usted. De verdad, es muy necesario.
ResponderEliminarLe dejo nuevamente mis direcciones: rachel.drojas@gmail.com y rachel@lajiribilla.cu
Por favor, podría escribirme??. Por favor…
Saludos agradecidos,
Rachel