Desde hace alrededor de un mes,
en el mismo centro de la calle San Martín, entre Industria y Lugareño, permanece
destapado un registro de medio metro de diámetro y una profundidad enorme,
porque le han sustraído la tapa de metal que lo protegía.
Obviemos por el momento por qué
falta la tapa de ese registro. Sobradamente conocemos que la delincuencia
callejera, unida a la necesidad poblacional de pocos recursos –que es la
mayoría –es proclive a hurtar todo hierro que esté a la mano para luego
venderlo al propio Estado como materia prima.
El problema consiste en que
carro, moto, ciclo o vehículo de cualquier tipo que caiga en ese hueco, de
seguro causará un accidente que puede costar la vida a uno o varios ciudadanos,
o cuando menos producir contusiones graves, así como daños materiales de
envergadura.
Si nuestra ciudad está plagada
de inspectores de todo tipo, capaces de multar con excesivos correctivos al
bicitaxista o carretillero que se detiene en una calle por unos minutos o,
remitidos por un dirigente, aplica sanciones a cualquier ciudadano que haya
pintado la fachada de su casa por su cuenta o pretenda acometer un arreglo de
la misma, arrogándose el derecho de que la calle es suya, ¿para qué sirven los
inspectores y los dirigentes si son incapaces de remediar con urgencia la
posibilidad de un accidente de alta magnitud que puede costar la vida a un
ciudadano cualquiera?
El problema no está en que no haya
quien dé el alerta. El problema radica en la sordera endémica, en la indolencia
asesina, en la despreocupación perversa con que estos individuos, chupadores
eternos de la ubre estatal, aun cuando ya han sido desenmascarados y
calificados por el Presidente como cuellos blancos, desde el hermoso
limbo de sus prebendas, continúan sin mirar hacia abajo,
sin que haya Alguien que los sustituya.
Pedro Armando Junco
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