martes, 10 de abril de 2012

Un día de multas



Estábamos en la cola de las multas. Este local de la calle República, deteriorado y sucio, mal ventilado y peor atendido, sin banquillos para sentarse, recauda a diario decenas de miles de pesos entre las más disímiles “ilegalidades” y “contravenciones”; es el bramadero, el vórtice del castigo impositivo al que convergen todos los radios de una circunferencia que involucra a la total ciudadanía.
En la puerta un custodio regula la entrada de las personas que vienen a liquidar su deuda y no permite la entrada al escueto salón a más de una o dos personas por su turno. Por supuesto, la cola se conforma y se desarrolla en la calle. Y la calle República, ahora cerrada al tráfico de vehículos automotores –convertida en una réplica mal hecha de lo que en otros lugares se le conoce como bulevar, pues los carros y motos patrulleros, los de turismos y dirigentes tienen vía de acceso permitida –es un sitio de aglomeración humana que se entremezcla entre sí, incluyendo a los que llegan a pagar sus multas.
Fue este el escenario que me involucró esta mañana y, como es natural, entre la densidad de los transeúntes que se detenían para averiguar qué se estaba vendiendo (siempre que en Cuba se forma una cola la gente piensa que se va a vender algo y corre para allí), fueron surgiendo los razonamientos más imaginativos que he percibido en estos últimos días.  
También es de imaginar que toda aquella persona a quien le hayan impuesto una cuantiosa multa esté agria de carácter y con cara de disgusto. Hay que reconocer que el sitio no es para una fiesta y solo es comparable con las estaciones de policías, los hospitales y las funerarias. Así que, con todos estos antecedentes nos convierte en desconocidos y por lo tanto es el sitio ideal para desahogar esa picazón que todos llevan dentro y se atropella por salir afuera.
Así fue como escuché hablar a una señora rubia, de mediana edad, al parecer propietaria de un local que despacha alimentos. Estaba enumerando las instituciones con inspectores propios:
                            Salud Pública tiene cientos de inspectores que acosan merenderos, pizzerías, paladares y todo establecimiento particular que vende algo de comer, pero ciegos totalmente a los vertederos, tupiciones que desbordan el excremento humano hacia la calle, desagües putrefactos de aguas negras, las mal llamadas gárgolas que desaguan a las aceras, el mal estado de los cubículos hospitalarios, etc., etc., etc. La Oficina del Historiador tiene inspectores de la Vivienda para frenar que un propietario reconstruya, pinte o dé forma a la fachada de su casa, levante un cuarto en la azotea, construya un kiosco fijo en su solar, sin la venia de la institución y sin brindar el más mínimo recurso al interesado. Los policías no dejan en paz a los bicitaxistas, que no tienen derecho ni a motorizar sus aparatos y sueltan los pulmones dando pedales para buscar, honradamente, el sustento de su familia. Para cada “cuentapropista” han creado un inspector, y salen en grupo, como manada de lobos, a multar con grandes sumas a cualquiera que haya instalado un pequeño negocio. ¿Es así como se estimula a una población desocupada –en otros países se le llama desempleada –a buscarse la vida con legalidad, cuando los estafadores y merolicos indocumentados pululan por doquier y no tienen a nadie que los reprima?

De manera que aquella mujer, roja como un tomate, no parecía terminar nunca la enumeración de los inspectores del Estado cuando entró en la palestra un señor de avanzada edad, con gafas oscuras y elegantemente vestido.
Un país que no tiene en qué emplear a su pueblo se ve forzado a estos subterfugios temporales. Los empleados estatales en su mayoría son burócratas, administradores, dirigentes, policías y militares que no producen riqueza material y muy poco servicio. Los profesionales tienen que aspirar a una misión al extranjero para mejorar un poco el nivel de vida de su familia a riesgo de haberla perdido a su regreso, o a vivir en un ámbito de pobreza generalizada a la medida de los más necesitados.
Por eso, si hacemos un balance total de la gran masa poblacional de Cuba, me atrevo a calificarla como en estado vegetativo.

Al escuchar el discurso de aquel hombre me figuré lo que, en términos médicos, es hallarse en Estado vegetativo.  Y me impactó la idea. Porque hay algo de cierto en eso que ronda el pensamiento popular. La espera. El pueblo está esperando algo que no se atreve a decir qué es.
La gente habla de sobrevivir, de vivir el día, sin un proyecto a largo plazo, cuya condición sacó al hombre de las cavernas hasta lo que es hoy. Los cuerpos en estado vegetativo son cadáveres que respiran en espera de que alguien los sustraiga de ese estado inerte.
Muchos dicen que esperan salir adelante, pero ninguno puede explicar ni cuándo ni cómo. ¿Puede salir alguien adelante cuando se está limitado por la inercia impositiva que refrena, desanima y aplasta luego de haber alcanzado un primer peldaño? ¿Puede salir un cuerpo de su estado vegetativo sin que otro le tienda la mano con firmeza y deseos de verlo alcanzar su desarrollo? ¿Logrará una sociedad salir adelante con esa cantidad de parásitos que la corroen y que, además se dedican a obstaculizar el intento de superación de un pueblo subdesarrollado y sin infraestructura económica?

Todo esto y más dijo aquel hombre. Algunos entendimos la idea, muchos se fueron en blanco, porque, desgraciadamente, son mayoría los que piensan poco o no piensan nada. Pero cuando conseguí pagar la multa al cabo de dos horas y media, se me había fugado la mañana de un lunes, como a tantos sucede. Llegué triste y preocupado a mi casa, pensando en la maestra de mi niña y en el médico que atiende nuestras dolencias, que nada tienen que ver con el criterio de la mujer ofuscada, aunque son tocados de esquina  por el señor de las gafas oscuras.

Pedro Armando Junco

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