Hacia el más allá la vista nos está cerrada: insensato es
quien dirige hacia allí los ojos pestañeando, quien imagina encontrar su igual
más arriba de las nubes.
Fausto. Goethe
Todo está programado en los seres vivos. Desde la más
pequeña de las plantas hasta el más corpulento de los animales, vivimos
proyectados hacia un objetivo.
Al jugoso fruto del árbol le han colocado dentro una semilla
dura, imposible de digerir por los jugos gástricos, de sabor desagradable al
paladar y muchas veces venenosa, para que los animales –entre ellos nosotros
–aprovechemos su manjar y luego tiremos lejos la semilla “inútil”. Ante la
imposibilidad de traslación y manejo, esta es su inteligente manera de
proliferar su variedad. Todavía los científicos buscan el cerebro que ordena
esas astucias del árbol.
En el reino animal se observa con más refulgencia esta
programación. Al nacer, todos los mamíferos traen consigo, activada, la función
de succionar; por no mencionar otras mucho más vitales como la de respirar por
las fosas nasales, lo que no hacían dentro del vientre de su madre hasta el
momento de salir al exterior. Y respecto
a la reproducción de la especie, el placer del sexo conlleva al acto que
involuntariamente fecunda y reproduce. ¿Por qué la embriaguez sexual? No
encuentro otra explicación que la de hallarse programado el organismo para
considerar un extremado goce de las señales nerviosas que invitan, como una
droga natural, a realizar el coito. ¿Y el dolor del parto? Ya fecundada la
hembra tiene que traer al mundo su criatura, por lo tanto, el placer estaría
fuera de lugar como objetivo y entonces se le cobra, con dolorosos momentos, la
delicia otorgada el día de la fecundación: quizás una burla –¿quién sabe? –o
una advertencia para el próximo acto.
No obstante, en el mundo de los insectos las maneras
reproductivas tienen características muy diferentes, que ponen en contrapunteo
la lógica de este discurso. En las abejas, por ejemplo, solo procrea la reina,
que es fecundada en las alturas por el más capaz de la bandada de zánganos que
la persiguió para el acto a la más difícil altura. Mi pregunta ahora es:
¿conocía el zángano que luego de su apareamiento con la reina le tocaba morir?
Puede haber sido programado como nosotros para apetecer el sexo y, malignamente
engañado en el resultado final de su propósito. En las arañas sucede algo
parecido cuando la hembra, luego de asistir al tálamo nupcial se alimenta de su
amante, pero caben también las mismas interrogantes que con respecto al reino
de las abejas.
Una de las más expositivas de todas estas programaciones
es la del amor de la madre en el reino animal –en el caso humano, de ambos
padres –hacia su hijo. La más inofensiva de las madres es capaz de llenarse de
valor y enfrentar el mayor peligro, a riesgo de su vida, por salvar a su cría,
poniendo de esta forma a prueba la prioridad de una programación sobre otra, ya
que también nacemos programados para la supervivencia.
El amor de nuestros padres hacia nosotros debería ser
la causa para otorgarles la reciprocidad y prioridad que merecen; sin embargo,
el amor hacia nuestros hijos supera en mucho el que debemos a nuestros padres,
aun cuando estemos convencidos de que la descendencia jamás remunerará tales
expectativas. Todavía, cuando nuestros hijos nos repudian, nos causan daño, nos
avergüenzan, continuamos amándolos. Esa es la manera más eficaz –en detrimento
de la equidad y la justicia nuestra –de sostener en cadena una generación tras
otra y mantener, eslabón por eslabón, un modo de protección hacia los que
surgen. Hay algo dentro de nuestra conciencia, en lo más recóndito de nuestro
cerebro –para los creyentes en lo más profundo del alma –, que no nos permite
salir de esos cánones y nos obliga a sentir y actuar de tal manera. Eso también
está programado.
Pero la más espectacular
de las programaciones es el temor a la muerte. Pocas veces nos preguntamos qué
es la muerte, qué significa, qué hay detrás de ella. La humanidad ha encontrado
en los filósofos antiguos vagas respuestas, atropelladas por un sinnúmero de
mitos y leyendas[1].
Luego aparecerían religiones generosas que proponen creencias de
reencarnaciones y existencias futuras después de la extinción del sujeto. A
estas últimas se ha girado el mundo, porque su programación lo empuja a buscar
un bálsamo ante lo inevitable.
Pocas veces queremos aceptar que luego de la muerte
estaremos en el mismo estado en que estuvimos antes de nacer, porque la
desintegración de la materia nos devuelve –más acertadamente: nos disuelve –al
sitio del que salimos en el momento en que la materia de nuestro cuerpo comenzó
a formarnos. Pocas veces miramos sin recelo la idea de que la muerte no duele;
que aquello que duele son los últimos momentos de la vida, y que sería
preferible en mucho, la muerte, a una supervivencia dolorosa y amarga. Sin esa
preocupación por no caer en la no existencia, donde nada recordaremos y donde
no habrá retorno, nos sería fácil ante cualquier dificultad que se nos
presentara, acudir al suicidio. Sin embargo, es el miedo que nos corroe quien
nos lo impide ejecutar y es, por lo tanto, la principal de todas las
programaciones que cargamos.
Por más que nos lo imaginemos, no podemos formarnos una
idea precisa del rostro y la figura y el tamaño de nuestro Programador. En su idea,
el hombre ha inventado un sinnúmero de pinturas hipotéticas, creadas a capricho
de filosofías y religiones.[2] Si
las vacas tuvieran la facultad de discernir y hablar como nosotros, seguramente
este programador tendría para ellas la figura del más hermoso de los toros.
Pero nuestro programador no enseña el rostro.
En ocasiones nos parece que hasta nos desprecia y nos
humilla; quizás ese sea su derecho por habernos creado. Previsor, nos limita el
tiempo, el desarrollo y el espacio. Nuestra estancia individual en la tierra
difícilmente perdura más de un siglo; la capacidad de nuestro cráneo no permite
un volumen mayor de masa encefálica que seguramente nos daría más luz sobre lo
existencial; y hasta en las más veloces formas de desplazamiento que pudiéramos
utilizar pone reparos: la velocidad de la luz –máxima entre todas las
posibilidades –, ataja a las más ambiciosas aspiraciones de acercarnos a él,
porque ¿cómo podría llegar un hombre hasta una estrella doscientos años luz de
distancia? Nos mantiene encerrados en
este pequeño mundo, como canarios cantores dentro de una jaula, sin que podamos
salir al exterior con facilidad, y de lograrlo, ha dispuesto un espacio
inhóspito en el mundo exterior que nos exterminaría de inmediato.
La fragilidad de nuestra especie nos la coloca a
diario sobre el tapete. Cuanto más pretendemos desarrollarnos, más daños
causamos al medio ambiente en que nos creó. Un pero tras otro, nos avisa que no
nos salgamos de los límites para los que fuimos creados. Las grandes epidemias
son el fuste con que castiga nuestras impertinencias y desatinos. Si
envenenamos el mar de aire en que habitamos, dentro de pocos siglos nos
convertiremos en despojos, pero la
Tierra volverá a involucionar y quién sabe cuantos millones
de años más tarde –pues el tiempo es suyo –, nuevamente dé vida a otros nuevos
seres que seguramente serán muy diferentes de nosotros, porque el Programador
continuará allí, sobre la eternidad del tiempo y del espacio, haciendo cuanto
se le antoje.
Hoy conocemos que materia y energía son una misma
cosa: formas elementales y únicas de todo lo que existe: lo demás es vacío
infinito. Hoy conocemos también que la estructura de esa materia se hace
funcional gracias a leyes físicas hechas, por supuesto, por el Programador. Lo
que no hemos podido dilucidar es el milagro de lograr que la materia piense por
sí misma. En el milagro de hacer que la materia piense está la certeza de una
obra. Y toda obra tiene un creador.
El mundo le teme y le rinde sacrificios y pleitesía;
y él, impávido, no tiende siquiera una sonrisa. Pero está allí, siempre atento,
con su poder y su gloria inconmensurables, creándonos y destruyéndonos para un
propósito que tampoco conocemos ni conoceremos. El nombre de ese programador es
Dios.
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