Fue por aquella década, después del rotundo fracaso de Los diez millones. Trabajaba por contrato en el distrito cañero número 4 del central Haití, en uno de sus Planes, como ayudante computador. La oficina radicaba en Macuto Dos, uno de los seis bateyes con ese nombre, que antaño la compañía norteamericana había fundado para los haitianos emigrantes, rastreadores de trabajo mejor remunerado que en su tierra natal. Pero la Compañía Macareño había sido confiscada por el Gobierno Revolucionario y cambiado su nombre por el de Haití. Por cierto, muy poca gracia sentían los lugareños cuando algún chistoso le colocaba el nuevo gentilicio.
Me parece estar mirando aquellas tierras negras y las exuberantes cañas de varios metros de altura que allí crecían. Recuerdo con nostalgia a mis amigos de entonces: rústicos, pero sinceros y agradecidos; a las campesinas despampanantes que desarrollaban, acaso por la fertilidad de los terrenos, los pechos y traseros más voluminosos y diamantinos que he visto.
Entre las muchachas recuerdo a Madelaine, la más perfecta estructura de mujer que he conocido: una Venus de Milo, pero más bronceada y sin la carencia de los brazos; a Clara, erótica e impulsiva; a Nirvia, la quinceañera incapturable. Entre los amigos encontré a René, el mecánico que atendía cualquier dificultad en mi viejo Chevrolet de los años cincuenta. A Pablo, el jefe de oficina, que en vez de indicarme el quehacer diario, me preguntaba a donde iríamos en esa jornada; a Bady el más compinche de todos. Fueron tantos los amigos buenos y las hembras hermosas que, de citarlos a todos, convertiría en monótona estas reminiscencias.
Pero mi objetivo es contar cómo sobrevivíamos en aquellos años cuando los soviéticos lo facturaban todo. Éramos, al decir de un veterano amigo, “el barrilito de pólvora de los rusos”, porque después de la Crisis de los misiles, los soviéticos se plantaron en Cuba como para no irse jamás. Era la contrapartida histórica de escapar de la dependencia norteamericana para caer de lleno en la dependencia soviética. Sin embargo, nadie hacía caso del peligro y vivíamos felices a cambio de ser mantenidos, en el constante riesgo de desaparecer como Hiroshima en caso de una guerra atómica entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Fue el cierne, el prólogo de lo que luego convertiría a la población cubana en mantenida, para finalmente transformarla en corrupta.
Pienso que estábamos en el período más guevariano de la Revolución. Lemas como “el que no trabaja no come” se encontraban escritos hasta en las paredes. Sin embargo, todo nos llegaba por la “libreta”, por igual y en austera abundancia; así que, con solo un poquito que se “luchara” por la izquierda del salario, se cubrían las sencillas expectativas obreras. Se había creado una conciencia proletaria a base de prometer alcanzar los más altos niveles de vida en poco tiempo con el simple requerimiento de que esperáramos sentados y tolerantes las miserias presentes. Un futuro promisorio llenaba la mente de hasta el más humilde jornalero. De hecho, ya sus hijos se desarrollaban gracias a las becas, muchas de ellas extraterritoriales, y se transformaban en graduados universitarios.
Los artículos superestructurales del hogar solo se conseguían por bonificaciones especiales, según los méritos de cada trabajador. Recuerdo la vez que gané el derecho a comprar una radio VEF 206: era lo último en el confort soviético, básico proveedor de toda mercancía junto a los países euroorientales. Una radio de esas solamente costaba 200 pesos; estaba cara, es cierto, pero como todo lo demás se recibía muy barato gracias a la cuota subsidiada, ahorrando un poco, en dos meses a lo sumo ya podía adquirirse.
Por bonificaciones se obtenían también los viajes a la playa con cabañas semanales y cuota de víveres extra. Hasta las bicicletas venían por concesiones, firmadas por los dirigentes de entonces, que eran más concienzudos y robaban menos que muchos de los actuales. A los médicos les vendían carros Ladas y Moskovic, y se veía hermoso el parqueo del hospital “Manuel Ascunce” cuando los galenos descendían de sus automóviles con la elegancia que les correspondía.
Disfrutábamos de bonos para comprar gasolina. A los propietarios de automóviles expedían un talonario con cuatro tiques de a cinco galones todos los meses. Un galón de gasolina costaba solo 60 centavos. Existían, además, bonos para solventar el consumo en los restaurantes. Estos bonos los suministraban a los chóferes y funcionarios que tuvieran que salir de su área de trabajo a cumplir determinado encargo y tuvieran necesidad de hospedarse a comer alejado de su casa o del comedor de su empresa. Pero lo mejor de todo esto era que no había un control austero a la hora de repartirlos y a veces los conseguíamos para nuestras juergas, pues servían como cheque al portador.
El Jefe del Plan cañero era un campesino rústico, de apellido Fall, que me quería muchísimo. Quizás no alcanzaba un alto grado de escolaridad, pero tenía agallas de buen dirigente y un equipo subalterno que respondía muy bien a sus necesidades. Recuerdo la vez que requirió al subalterno jefe del área cañera porque había limpiado las malas yerbas dentro del cañaveral descuidando la parte externa que se veía desde el camino:
–¡Coño, Quintana: primero hay que lavarse la cara aunque nos quede el culo sucio!
El jefe del Distrito, llamado César Guerra, sí era completamente analfabeto. Cuando la batalla por el sexto grado me tocó impartirle clases, sobre todo enseñarlo a firmar. Era buenazo, pero totalmente estúpido. Se había ganado el cargo a base de sacrificios, pues en tiempos de zafra hasta dormía en los centros de acopiar la caña. Lo más que logré con él fue que firmara, lo suficientemente inteligible la palabra “Cesor”.
Año tras año, antes de comenzar cada zafra azucarera, se traían tractores nuevos de paquete, acabados de bajar de los barcos soviéticos y se efectuaba un acto político en el que hablaba con euforia futurista un dirigente del Partido y se festejaba por todo lo alto el comienzo de la zafra. Las piezas de repuesto, las cajas de tornillos, tuercas y todo implemento necesario para los equipos, se hallaban tan abundantes como la gravilla de las canteras. No olvido la vez que, en el taller, estaban echando un piso de concreto y por descuido del proyectista, faltó solamente una carretilla de material, pero la gravilla se había agotado. El concreto no es cosa que espera mucho para fraguarse; así que, ante los ojos atónitos de los presentes, alguien acarreó una caja enorme, con miles de tuercas nuevas, y la vació donde se confeccionaba la mezcla, para suplir a la piedra. Así el piso quedó perfectamente terminado.
El combustible llegaba en camiones pipas que reabastecían sin medida alguna, hasta la boca, los tanques de los tractores y camiones. Mi carro también se reabastecía de aquellos tanques, porque al poco tiempo de trabajar en la oficina, me utilizaron más como mensajero que como computador de papeles cañeros. Puse el carro a disposición del Distrito y hasta cambié el rin de los neumáticos por uno similar al de las carretas de transportar la caña; a partir de entonces siempre caminé con gomas nuevas.
Vivíamos en el país de Jauja, pero lo ignorábamos por completo. Nos pervertíamos a lo manso, pero nos sentíamos felices, y aplaudíamos por unanimidad. Es cierto que la libertad de opinión estaba restringida por completo y proferir una queja política o social equivalía, como en los tiempos de Lenin, a ser catalogados de “gusanos”, porque un pueblo que nunca fue educado para ser libre pocas veces lucha para alcanzar esa categoría. El problema de hoy radica en que aprendimos a vivir de lo lindo, de lo que nos regalaban los soviéticos y nunca pensamos en las fábulas de Esopo, hasta que en 1989 con el derrumbe del “campo socialista” se achicó la ubre que nos había enseñado a vivir del cuento del maná del cielo con solo repetir consignas revolucionarias. El pueblo aprendió a creer tan ciegamente en lo que decían por la radio y los periódicos, que el 10 de octubre de 1976, toda Cuba en masa votó una nueva Constitución sin leerla siquiera.
Ahora, 40 años más tarde, cuando ya estamos viejos y cansados, cuando René, Pablo, Fall, César y tantos otros han dejado de existir; cuando a Madelaine nada le queda que haga recordar la perfección de su figura, Clara es una ancianita desdentada y Nirvia ha corrido más aventuras que El llanero solitario; cuando Bady, parecido a mí, sobrevive comercializando viandas en una carretilla que explota todavía un poco más a un prójimo urgido de los alimentos que antes echábamos por la borda; cuando las arengas del futuro promisorio suenan todavía en los medios difusivos pero llegan a nuestros oídos como campanadas de madera; ahora que se permite decir a medias lo que anteriormente no se podía expresar ni a cuarto, solo queda vivir de los recuerdos, del nostálgico proverbio de que “todo tiempo pasado fue mejor”.
Pedro Armando Junco
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