Allá donde convergen por sus fondillos los repartos La Esperanza, La Mosca y Marquesado, se halla un lugar conocido como Los Ranchos. Este sitio, al sureste de la ciudad, cercano a la circunvalación sur y aledaño a un vertedero provincial, se ha convertido en la mayor fuente hortícola de Camagüey con sus casas de tapado e innumerables pequeñas parcelas particulares y cooperativas.
Por esos rumbos anduve, en busca de reabastecimiento para mi punto de venta de viandas y hortalizas. Iba en mi moto con sidecar, preguntando, y alguien me recomendó que llegara hasta aquel sitio. Y como nada hay mejor para quienes escriben como adentrarse en los recovecos menos conocidos y relacionarse con las personas más diversas, quedé sorprendido y feliz de haber llegado a uno de esos cortijos particulares de apenas tres o cuatro hectáreas de tamaño.
Admiré, maravillado, decenas de canteros, aproximadamente de 60 metros de longitud cada uno, sembrados con maestría de horticultores veteranos, paralelamente distantes, a lo sumo, por el espacio necesario para que penetre el trabajador que realiza la limpieza y la extracción del producto; trasplantados a ciclo de diez días cada determinada cantidad de ellos, previniendo que las hortalizas, en su maduración, no se pasen de tiempo, y también que les permita extraer la cosecha con menor premura en cada ciclo; fertilizados con aserrín de madera y resembrados instantáneamente a su recogida por uno de aquellos hombres que, mientras los otros cortan y venden, va revolviendo el terreno con el hierro y luego ejerciendo el trasplante.
Era un mar de canteros reverdecientes de lechugas, acelgas y cebollines, una choza rudimentaria y un feraz pozo criollo con turbina tan poderosa como para anegar en poco tiempo todo aquel terreno.
Pero lo más sorprendente de aquel minifundio es cómo solo tres hombres han sido capaces de levantar ese pequeño emporio hortícola. Cómo alcancé a ver aquel padre, sofocado y sudoroso, con la fatiga en el rostro descompuesto, no ceder al cansancio de los años y ocuparse del más ligero trajín, trasladando en carretilla la mercancía desde los surcos, lavando en el tanque su producto y recibiendo el pago de los clientes con las manos húmedas.
Al conversar con ellos aspiré la pureza innata del campesino criollo; esa sencillez ingenua y amable con que son capaces de ofrecer la amistad más sincera, sin recelos ni arrogancia. Sin embargo, por cuidarme de alguna pregunta que levantara sospecha de intrusión, solo pude rescatar para esta crónica los pequeños detalles que he dejado expuestos.
¡Maravilloso panorama rural dentro de la ciudad! ¡Sorprendente manera de trabajo empírico y rudo! Porque Rolando, Carlos y Roly viven metidos entre el fango, descalzos, cubiertos de tierra húmeda desde las cuatro de la madrugada hasta que la luz del sol se lo permite, con el afán de ganar un dinero que mañana pueda representar la mejoría en el nivel de sus vidas.
Cada cantero de aquellos, según mis cálculos, puede representar dos mil pesos cubanos, que multiplicados por los cuarenta o cincuenta en existencia, ascienden a la cantidad de 80 o 100 mil pesos: unos 4 mil CUC –moneda similar al dólar estadounidense –por cosecha, mucho dinero para un residente cubano cualquiera, cuyo salario mensual nunca es capaz de rebasar los mil pesos –los 40 CUC –si se tiene en cuenta que en la época de sequía pueden obtenerse hasta dos cosechas continuas.
Debo suponer que el terreno les fue entregado para su explotación gracias a los nuevos decretos gubernamentales que rompieron la centralización de las tierras desde cuando se les hacía la “guerra a los conucos”. Debo suponer también que estos hombres no sufrirán ahora el acoso de burócratas e inspectores que, atraídos por un probable “futuro enriquecimiento”, puedan intentar interrumpir el auge de su prosperidad.
Y como de suposiciones estoy hablando, ¿podríamos suponer cuál sería el futuro alimentario de los más de 300 mil habitantes de Camagüey si todas las familias hicieran, en sus respectivos campos de producción, parecido a como practican hoy Rolando, Carlos y Roly?
Pedro Armando Junco
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