La noche del 25 de diciembre fui invitado a una gala en la iglesia Bautista de Camagüey. Es una edificación espaciosa y sobresaliente en el centro de la ciudad, situada en la convergencia de Cisneros y Hermanos Agüero, con entrada por ambas calles. El púlpito, convertido en escenario, nada tenía que envidiarle al de un teatro, inclusive con lunetas en el segundo piso.
Por ser la noche de Navidad, estaba abarrotada la iglesia. Tuvieron que colocar sillas adicionales en los pasillos de la rampa, en las esquinas del local, y todavía permanecieron muchos de pie en el fondo del salón, en la antesala y hasta en la calle.
La presentación en escena del mundo maniatado y prisionero del hambre, del alcoholismo y de otros vicios que lo amenazan, sacó risas cuando soltaron una o dos puyitas al estilo de Pánfilo; pero hasta allí, porque los que escribieron el guión supieron con seguridad de esas nuevas leyes listas para acallar a todo el que diga algo "feo" y fuera de contexto.
Yo alcancé un sitio bastante apartado, a la vera de un jovenzuelo intranquilo y hablador de soliloquios en octosílabos; en las pocas ocasiones que dialogamos, siempre me respondió así, como un avezado repentista, en versos de ocho sílabas:
–¿Qué tal de Noche Buena?– le pregunté para congratularle.
–Solo amo a la Nochebuena
si tiene lechón asado– me respondió.
Otra vez, al notar lo intranquilo que era, le dije:
–Con esa energía que se te desborda, ¿qué proyecto futuro tienes previsto? Y hasta me soltó una redondilla:
–Yo guardo entre mis afanes,
si es que no se me hacen agua,
volar hasta Nicaragua
a conocer sus volcanes.
El cierre de la velada, como era de esperar, incluyó las palabras del pastor, quien repasó al detalle hasta los kilómetros caminados por María desde Nazaret hasta Belén por la cuestión del censo, la descripción detallada del pesebre, la aburrida vigilia que sufrían los pastores aquella noche y luego el cántico de los ángeles con sus trompetas brillantes bajo la luna.
No apareció Satanás en ninguna de sus explicaciones, pero la descripción de la aldea de Belén, mencionada con tanta reiteración desde el púlpito, fue creando en el jovencito de al lado mío, una fijación con el nombre del pueblito sagrado, que le escuchaba pronunciarlo en un susurro, como quien recita para sí mismo: "Si Jesús nació en Belén…" El siguiente verso parecía clasificado.
El pastor pasó de su verborrea descriptiva sobre Belén y el empobrecido pesebre, a invitar los visitantes que quisieran acogerse a la Salvación cristiana y no fueron pocos los que se presentaron. Mientras, mi vecino continuaba en la recitación de sus dos octosílabos y yo me reconcomía poniendo el oído, tratando de escuchar el segundo verso, que siempre me llegaba completamente apagado, luego de "Si Jesús nació en Belén…"
Fue a la hora de irnos y el joven repentista ya se disponía a salir de la iglesia, cuando no pude más, lo llamé bajo y le rogué:
–Por favor, hijo mío, repíteme esos últimos versos que llevas una hora recitando solo para ti.
Me miró profundo, me sonrió y, al parecer confiando en mi edad y en mi carácter, perdiéndose entre el gentío repitió:
"Si Jesús nació en Belén,
Satanás nació en Birán."
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