Un día como hoy, hace 510 años, allá por la costa norte de nuestra provincia, desembarcaron y se instalaron con carácter permanente las primeras familias de colonizadores venidos de España a Camagüey. Aunque el verdadero asentamiento donde hoy radica nuestra ciudad se realizó una década más tarde, permanece como fecha histórica de la fundación el 2 de febrero de 1514, día de la Virgen de la Candelaria, considerada patrona de la urbe debido a la herencia católica de nuestros ancestros.
Cabe suponer que a los primeros habitantes de estas tierras, al no irles muy bien en sus primeros años en Punta del Guincho (en la actual Nuevitas), a orillas del mar, pero ya relacionados con los mansos aborígenes de la zona, supieron que unas tierras más fértiles al sur, situadas entre dos ríos entonces caudalosos y ricos, eran habitadas por otra comunidad indígena y un cacique generoso e indulgente.
¡Y hasta acá vinieron a parar!
Ya instalados aquí, de poco sirvió a Camagüebax —cuyo nombre hoy se honra en la ciudad y la provincia— el haberlos recibido como amable huésped. Cuenta la leyenda que lo asesinaron y hasta pretendieron entregar a su hija Tínima como mujer para uno de ellos. Sin embargo, ella prefirió lanzarse y morir ahogada en las aguas del río —que ahora la honra con su nombre—, antes que servir de concubina a un asesino de su padre.
Siglo y medio después, cuando ya la población había crecido y se desarrollaba con sus enrevesados callejones y el prolongado nombre de Santa María del Puerto del Príncipe, un filibustero francés atacó al poblado, raptó a las damas más importantes de la villa, las llevó a sus barcos y pidió un grueso rescate por ellas. Pasado un mes y recibido el rescate, las devolvió colmadas de regalos y risueños agradecimientos a sus legítimos esposos. Así lo cuenta, al menos, una historia local que explica la belleza singular de las mujeres camagüeyanas.
Y aquel pueblito de lindas damas se convirtió en ciudad y tuvo un Silvestre de Balboa que escribiría la primera obra literaria en Cuba; un Joaquín de Agüero que antecedería un cuarto de siglo el grito de la Demajagua; un Ignacio Agramonte, cuyo rescate de Sanguily se considera entre los actos más heroicos de todas nuestras guerras.
Nos hemos hecho llamar principeños, camagüeyanos o agramontinos, y el tinajón es la marca que nos identifica, símbolo del carácter hogareño de los nacidos por estos lares. Pero lo que más nos distingue es esa idiosincrasia que no puede borrar ningún exilio, porque adonde quiera que vayamos nos llevamos a cuesta un adoquín, una teja criolla, un fragmento en el corazón de lo que para mucho es y será siempre la República de Camagüey.
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