Según el Concilio de Nicea, allá por el año 325 de nuestra era, la Iglesia Católica acordó celebrar La Pascua el primer domingo de luna llena luego del primer equinoccio del año. Este es el porqué la Semana Santa no tiene fecha determinada en el calendario.
Desde entonces se discute, incluso entre los obispos reunidos allí por aquella fecha, la divinidad de Jesucristo. Y gracias a esa asamblea, auspiciada por el emperador Constantino, la figura de Jesús tomó el carácter divino que llega hasta nuestros días.
Así el cristianismo fue creciendo y diseminándose por todo el mundo, con su doctrina de amor y de concordia, sirviéndole de freno a esa maldad genérica del ser humano con el ejemplo de aquel hombre que se dejó crucificar en pago a la bondad de su doctrina.
Sin embargo, nunca han faltado detractores; su fe se fraccionó y surgieron diferentes tipos de cristianos, incluyendo aquellos que asesinaron en su nombre y los que niegan rotundamente su postulado, sin tener en cuenta que, aún siendo falso, hay mentiras de amor tan generosas, tan llenas de piedad y de ternura, que merecen ser respetadas.
En Cuba está el ejemplo: antes de la revolución nuestro pueblo era muy cristiano. Y ser cristiano es no mentir, es no robar, es no matar; es amar incluso a aquellos que nos causan daño. Y así se nos enseñaba en las escuelas.
Pero el pueblo cubano prefirió a otro profeta y otro sermón desde la montaña, desde donde ese falso predicador prometió lo que nunca cumpliría; sembró el ateísmo, cerró iglesias y expulsó sacerdotes para solamente él sentirse adorado; entonces tomó lo que no era suyo, fusiló a sus oponentes y creó un enemigo a quien echar la culpa de sus fracasos.
Hoy el pueblo de Cuba llora y lamenta y ruegua a los pies de la Cruz que representa al Hijo del Hombre, se le perdone el inmenso pecado de su infidelidad.
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