Cuando converso con personas conocidas o no, aún poniendo al margen nuestro derecho a la libertad, todos coincidimos en nunca haber imaginado un estado caótico como el que se vive en estos momentos.
Nos quejábamos, es cierto, de la mísera alimentación, de la escasez de agua, de la falta de medicamentos, del quiebre del transporte; sólo los analíticos se percataban de las consecuencias que traería el desequilibrio monetario del mal llamado reordenamiento, que robó a la cara tantos años de ahorros y austeridad de los trabajadores...
Pero hasta el más necesitado mantenía en casa su hornillita eléctrica para cocinar lo que aparecía por ahí luego de agotada la cuota básica que, dicho sea de paso, se distribuía religiosamente todos los primeros días de cada mes.
A nadie le faltaba, aunque fuera, un ventiladorcito ruso con que refrescar un poco su cama por las noches en nuestro eterno verano.
Sin embargo, el colapso eléctrico total que está a las puertas, nos abocaría a situaciones tan extremas, que ningún analista será capaz de predecir. Los hogares con enfermos encamados o con niños pequeños; los hospitales sin recursos de urgencias; la improductividad generalizada que se sumará a todas las carencias vitales de la población, puede llevar la mendicidad extrema de muchos ciudadanos al suicidio, al asalto, la violencia, que terminaría en el estallido social sin precedentes de una Tianamén nacional, la anarquía de Haití o, hasta quizás, un ajuste de cuenta a lo rumano.
Por eso, ante la destrucción y ruina de las estructuras del sistema de gobierno, hago un llamado a la presidencia del país para conversar con el pueblo, que es a fin de cuentas la contraparte afectada.
Este acuerdo no admitirá cómo se quedarían al frente del gobierno para solucionar los problemas, sino cómo se irían, pacíficamente, para que nosotros, el pueblo, los resolvamos.