martes, 13 de diciembre de 2011

La virtud del poeta

Cuando te desengañes de que alguien ha dejado de amarte o descubras que jamás te amó, no te acongojes: sueña. Piensa que aparecerá, oportunamente, quien te manifieste la entrega que no te fue recíproca, que sobre los residuos del cariño extinto, como abonado por las cenizas muertas, germinará otro afecto más hondo y perfumado que el anterior.
Los corazones nacidos para amar son más frágiles ante los desengaños, pero absorben, degustan y alcanzan mayor felicidad interior –que es la más rica –que los superficiales y los matemáticos. La razón del amor es un misterio inconmensurable; entenderlo en su totalidad, como a Dios o a la inmensidad del universo, no está al alcance de la mente humana.
Hay almas bastardas que, mitad por ignorancia y mitad por esa propensión egoísta que los seres humanos llevamos dentro –y pocos conseguimos dominar –van por el mundo saboteando al amor, canjeándolo por el placer del gusto efímero, convirtiéndolo en un negocio de compraventa, o cuando menos, en una hipoteca a cobrar tras largo plazo. Esa miopía espiritual es incapaz de reconocer que el verdadero afecto es ese que tiene los ojos en el corazón y que solo distingue las cosas bonitas de la otra parte, sin tener en cuenta la lindeza física, la escalada cultural y esa multitud de imperfecciones que los seres humanos cargan como lastre por las malformaciones sociales de que fueron víctimas a partir del día de su nacimiento.
Soñar es el consuelo, y solo los poetas son dueños del universo onírico. ¡Bendita sea, pues, la virtud del poeta!

Pedro Armando Junco

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