Estábamos en la cola de las
multas. Este local de la calle República, deteriorado y sucio, mal ventilado y peor
atendido, sin banquillos para sentarse, recauda a diario decenas de miles de
pesos entre las más disímiles “ilegalidades” y “contravenciones”;
es el bramadero, el vórtice del castigo impositivo al que convergen
todos los radios de una circunferencia que involucra a la total ciudadanía.
En la puerta un custodio regula
la entrada de las personas que vienen a liquidar su deuda y no permite la
entrada al escueto salón a más de una o dos personas por su turno. Por
supuesto, la cola se conforma y se desarrolla en la calle. Y la calle
República, ahora cerrada al tráfico de vehículos automotores –convertida en una
réplica mal hecha de lo que en otros lugares se le conoce como bulevar, pues
los carros y motos patrulleros, los de turismos y dirigentes tienen vía de
acceso permitida –es un sitio de aglomeración humana que se entremezcla entre
sí, incluyendo a los que llegan a pagar sus multas.
Fue este el escenario que me
involucró esta mañana y, como es natural, entre la densidad de los transeúntes
que se detenían para averiguar qué se estaba vendiendo (siempre que en Cuba se
forma una cola la gente piensa que se va a vender algo y corre para allí), fueron
surgiendo los razonamientos más imaginativos que he percibido en estos últimos
días.
También es de imaginar que toda
aquella persona a quien le hayan impuesto una cuantiosa multa esté agria de
carácter y con cara de disgusto. Hay que reconocer que el sitio no es para una
fiesta y solo es comparable con las estaciones de policías, los hospitales y
las funerarias. Así que, con todos estos antecedentes nos convierte en
desconocidos y por lo tanto es el sitio ideal para desahogar esa picazón que
todos llevan dentro y se atropella por salir afuera.
Así fue como escuché hablar a
una señora rubia, de mediana edad, al parecer propietaria de un local que
despacha alimentos. Estaba enumerando las instituciones con inspectores
propios:
–
Salud Pública tiene cientos de inspectores que acosan merenderos,
pizzerías, paladares y todo establecimiento particular que vende algo de comer,
pero ciegos totalmente a los vertederos, tupiciones que desbordan el excremento
humano hacia la calle, desagües putrefactos de aguas negras, las mal llamadas
gárgolas que desaguan a las aceras, el mal estado de los cubículos
hospitalarios, etc., etc., etc. La Oficina del Historiador tiene inspectores de la Vivienda para frenar que un propietario reconstruya,
pinte o dé forma a la fachada de su casa, levante un cuarto en la azotea,
construya un kiosco fijo en su solar, sin la venia de la institución y sin
brindar el más mínimo recurso al interesado. Los policías no dejan en paz a los
bicitaxistas, que no tienen derecho ni a motorizar sus aparatos y sueltan los
pulmones dando pedales para buscar, honradamente, el sustento de su familia. Para
cada “cuentapropista” han creado un inspector, y salen en grupo, como manada de
lobos, a multar con grandes sumas a cualquiera que haya instalado un pequeño
negocio. ¿Es así como se estimula a una población desocupada –en otros países
se le llama desempleada –a buscarse la vida con legalidad, cuando los
estafadores y merolicos indocumentados pululan por doquier y no tienen a nadie
que los reprima?
De manera que
aquella mujer, roja como un tomate, no parecía terminar nunca la enumeración de
los inspectores del Estado cuando entró en la palestra un señor de avanzada
edad, con gafas oscuras y elegantemente vestido.
Un país que no tiene en qué
emplear a su pueblo se ve forzado a estos subterfugios temporales. Los
empleados estatales en su mayoría son burócratas, administradores, dirigentes,
policías y militares que no producen riqueza material y muy poco servicio. Los
profesionales tienen que aspirar a una misión al extranjero para mejorar un
poco el nivel de vida de su familia a riesgo de haberla perdido a su regreso, o
a vivir en un ámbito de pobreza generalizada a la medida de los más
necesitados.
Por eso, si hacemos un balance
total de la gran masa poblacional de Cuba, me atrevo a calificarla como en estado vegetativo.
Al escuchar el
discurso de aquel hombre me figuré lo que, en términos médicos, es hallarse en Estado vegetativo. Y me impactó la idea. Porque hay algo de
cierto en eso que ronda el pensamiento popular. La espera. El pueblo está
esperando algo que no se atreve a decir qué es.
La gente habla de sobrevivir, de
vivir el día, sin un proyecto a largo plazo, cuya condición sacó al hombre de
las cavernas hasta lo que es hoy. Los cuerpos en estado vegetativo son
cadáveres que respiran en espera de que alguien los sustraiga de ese estado
inerte.
Muchos dicen que esperan salir
adelante, pero ninguno puede explicar ni cuándo ni cómo. ¿Puede salir alguien
adelante cuando se está limitado por la inercia impositiva que refrena,
desanima y aplasta luego de haber alcanzado un primer peldaño? ¿Puede salir un
cuerpo de su estado vegetativo sin que otro le tienda la mano con firmeza y
deseos de verlo alcanzar su desarrollo? ¿Logrará una sociedad salir adelante
con esa cantidad de parásitos que la corroen y que, además se dedican a
obstaculizar el intento de superación de un pueblo subdesarrollado y sin
infraestructura económica?
Todo esto y más
dijo aquel hombre. Algunos entendimos la idea, muchos se fueron en blanco,
porque, desgraciadamente, son mayoría los que piensan poco o no piensan nada.
Pero cuando conseguí pagar la multa al cabo de dos horas y media, se me había
fugado la mañana de un lunes, como a tantos sucede. Llegué triste y preocupado
a mi casa, pensando en la maestra de mi niña y en el médico que atiende
nuestras dolencias, que nada tienen que ver con el criterio de la mujer
ofuscada, aunque son tocados de esquina
por el señor de las gafas oscuras.
Pedro Armando Junco
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