Desde comienzos de diciembre tengo sobre mi buró el folleto Vida Cristiana, volante semanal de la Iglesia católica. En él aparece un pequeño artículo firmado por María Eugenia Fernández de la Llera , administradora de la citada publicación. Así comienza:
Un médico cubano es alguien peculiar. Con su bata blanca hace la vida de cualquier “cubano de a pie”, sinónimo de limitaciones incontables.
Si está activo tiene el reconocimiento social, es respetado y recibe la gratitud de sus pacientes. El acto de curar genera mucha respuesta positiva, y aunque el salario sea irrisorio frente al servicio que presta, los riesgos que enfrenta y los conocimientos que posee, las personas alivian un poco esa injusticia con gestos agradecidos, según también sus menguadas posibilidades. Un jabón o un refresco no resuelven las carencias de un médico, pero al menos le alegran el corazón.
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¡Pero ay del médico que se jubile! Eso sí es caer en desgracia. Su consagración no le dio chance para “aprender a vivir”. No sabe poner una venta de pizzas o montar un negocio de bisuterías. No hubo tiempo para desarrollar las inclinaciones que tuvo para otros oficios y ahora lo que le queda es cobrar una pensión insuficiente.
¡Bravo por María Eugenia! Y por la Iglesia católica , que disfruta la licencia de emitir mensajes críticos que lleguen a la población “de a pie” sin determinadas restricciones. Porque nadie mejor que la Iglesia y sus acólitos para estar siempre al lado de los cubanos “de a pie”. –Recalco en la frase de a pie, porque estas tres palabras han echado raíces en el léxico criollo para señalar la segregación que separa a tres cuartas partes de los cubanos del grupo de los privilegiados.
Y, muy cierto es que el médico que se jubila cae al peldaño inferior de una escala social que de antemano ya lo subvaloró económicamente cuando se le compara con un menudo oficial del ejército o la policía, con algún directivo municipal y hasta –¿por qué no? –con un verdulero que pregona tomates por la calle.
De allí la desbandada de galenos que se acogen a las misiones en el exterior, eufemísticamente llamadas “internacionalistas”. Al margen del altruismo de la mayoría de nuestros médicos, no nos engañemos al pensar que el objetivo de su gestión fuera de Cuba sea otro que el de mejorar un poco el nivel de vida familiar, de su cónyuge, a pesar de que muchos de ellos –o de ellas –, cuando regresan, ya no tienen cónyuge esperándolos, o las relaciones a partir de entonces se convierten en incongruentes y traumáticas.
Pero la articulista, utilizando el más llano y sencillo lenguaje para que todos la comprendan, hace hincapié en los médicos que han dedicado toda su vida útil al servicio del prójimo coterráneo; al médico que nunca cumplió misión; al que, acaso una vez allá por los primeros años de la Revolución , le asignaron un Lada o un Moskovic que hoy se le pudre en la cochera de su casa por no tener cómo solventar el mínimo de combustible necesario para asistir al consultorio. Si durante toda su vida de trabajo profesional el salario nunca rebasó los 30 CUC mensuales –equivalentes hoy a un peso por jornada –, ¿a cuánto ascenderá en estos momentos su pensión de retiro?
Y prosigue:
Muchos se retiran por agotarse en un bregar que los consume, pero en otras condiciones pudieran trabajar unos años más. Desearían ejercer su profesión, pero ya no pueden con la áspera realidad que enfrentan.
Tengo varios amigos médicos jubilados, excelentes profesionales. Uno vende las croquetas que hace su esposa, otra fabrica muñecos de tela, pero eso no da para vivir. Otros que encontraron la manera de emigrar brindan sus servicios en otras naciones, pero al final padecen la nostalgia y el desarraigo.
Pobres de ellos que están frustrados, pobres de nosotros que hemos perdido el acceso a sus manos sanadoras.
Así, con lamento conmovedor, termina María Eugenia la pequeña semblanza de un médico cubano cuando se jubila. Sin embargo, los médicos solo constituyen la cabeza del gigantesco organismo que es la Salud Pública nacional. Estos sin el apoyo indefectible de enfermeras y enfermeros, cuyas manos ejecutan a riesgo de su salud el duro bregar con el paciente de manera directa, acatando las órdenes impartidas por el profesional; sin la participación del laboratorista que manipula la sangre, la orina y el excremento de los enfermos; sin el auxilio del radiólogo que se expone a radiaciones esterilizantes y dañinas, estarían atados de manos en su búsqueda de salud para los aquejados.
Innumerable sería el listado de colaterales indispensables al médico que tanto como él, padecen el síndrome de ciudadano de a pie, de miserablemente jubilado, de peor pagado por la sociedad con relación a su obra cuando nuestro Apóstol dejó escrito que “No hay almas más puras, que las que, adórnenlas o no cultura o letras, buscan sedientas el alivio del dolor humano.”
Pero algo aún más triste y lamentable radica en el convencimiento de que las más altas esferas del Gobierno, al margen de estas realidades dantescas, conocen al dedillo estas situaciones y, ¡qué pena!, nada hacen para remediarlas.
Pedro Armando Junco
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