A finales del año 1957 Valentín Espinosa llegó a mi casa buscando trabajo. Fue el penúltimo año del batistato, porque ya la Revolución crecía a pasos agigantados en la Sierra Maestra.
No sé si Valentín
Espinosa vive todavía. Puede que sí, porque por esa época era un hombre de unos
treinta años y muchos de esa edad o más cuando aquello, han conseguido hacerle
guasa a la muerte. Lo traigo a colación porque lo recuerdo junto a nosotros las
dos veces que unos “alzados” visitaron la finca buscando apoyo logístico, o
cuando mi padre le prestaba el yipi a Enrique Tamayo para trasladar,
clandestinamente, miembros del 26 de julio a determinados lugares. Yo tenía
nueve años, pero lo recuerdo perfectamente; y esto es historia real.
El caso que pretendo
referir es del día en que Valentín Espinosa llegó a mi casa a pedir empleo como
ordeñador en la vaquería, trayendo consigo una camioneta Ford del año 55,
propiedad suya. Quería encontrar empleo y vender la camioneta. En esos
momentos, distanciado de su mujer, quería alejarse de su casa por un tiempo y,
salvo la camioneta Ford, todo lo había dejado a su hija y a la madre. Esa es la
historia que ha regresado a mis recuerdos después de casi sesenta años.
Por supuesto, tanto el
empleo como la compra del carro le fueron concedidos. Debo reconocer que
emplear a un bracero en una hacienda traía su análisis preliminar (no tan
profundo, escabroso y demorado como en la actualidad cuesta instalar un
teléfono en mi ciudad, aunque la orden de instalación haya sido dada por la
máxima dirección de la provincia). Lo primero que averiguaba el hacendado era
conocer de la honradez del solicitante al puesto de trabajo, de su pericia en
las funciones que iba a desarrollar, de la carencia de arrastres legales, etc.
Por fortuna, mi padre conocía a Valentín desde su primera juventud, cuando
trabajaba en la finca vecina de un primo suyo y estaba soltero.
En la propiedad de mi
padre los empleados solteros ganaban, con albergue y comida, un peso por
jornada. Tomaban asiento junto a nosotros en la mesa de catorce comensales (que
todavía conservo). Se alimentaban sin limitaciones de lo mismo que nuestra
familia. Dormían en hamacas, es cierto, y se levantaban a las tres de la
madrugada a ordeñar vacas: alrededor de 25 o 30 vacas cada uno. Pero solo el
desayuno lo constituían jarras de café puro, con leche pura,
galletas de La Paloma
de Castilla (las mejores de la provincia), queso fresco y chicharrones, cada
producto en bandejas diferentes, atestadas hasta el gollete y sin
restricciones, como en mesa sueca. Los trabajadores con casa y familia
percibían el doble (2 pesos diarios), con derecho solo al desayuno.
Los domingos estos
muchachos solteros se iban hasta Arroyo Blanco, a dos kilómetros de allí,
después del ordeño, y en los bares del villorrio bebían cervezas Cristal, Polar
o Hatuey a 20 centavos cada una. Fumaban
cigarrillos Regalías el Cuño, Partagás, la Corona, o cualquiera de la infinidad de marcas
que existían, según su gusto, y pagaban a 10 centavos la cajetilla. A los
braceros con familia se les vendían cerdos vivos a 12 centavos la libra.
Cualquiera podía adquirir su caballo propio, fuerte y saludable cuando más por
20 o 30 pesos. La carne de res valía centavos, y las veces que sacrificaban una
en la finca a todos los trabajadores se
les regalaba “un canto de carne”.
Por eso no es de
extrañar que Valentín Espinosa pidiera por su camioneta 700 pesos solamente.
Hoy se cuestiona
oficialmente aquel miserable salario del capitalismo. Y, por supuesto, una
población muy poco permeada de conocimientos económicos se deja arrastrar por
la creencia de que solo fue en aquella época cuando el proletariado era
explotado por su empleador. Este tipo de población, desconocedora de las
palabras inflación, devaluación monetaria, irregularidad económica, valor
adquisitivo, etc., es proclive a aplaudir que un obrero devengue 500 pesos
mensuales y un profesional 800. Cegada por el par de ceros que acompañan al
dígito, unido a la carencia de interés por conocer la solvencia de una simple
hora de trabajo tal a como se percibe hoy en el mundo; impelida al desgano de
dividir entre 25 el valor intrínseco de la moneda con que se le paga a la hora
de entrar a una shopping, queda boquiabierta cuando se le explica que un
médico, un profesor, un ingeniero o un abogado en Cuba, hoy, gana poco más de
15 centavos su hora de trabajo, mientras que el resto menos calificado si acaso
alcanza los 80 centavos en jornada completa, algo muy parecido a cuando la
crisis del machadato en los años 30 del siglo pasado, aún con la desventaja de
que, cuando aquello, se pagaba con monedas de plata.
En los tiempos de
Valentín Espinosa, un trabajador mal pagado, con el sueldo íntegro –que era
alrededor de 14 centavos la hora –, en menos de dos años podía adquirir una camioneta
como la suya, aparentemente muy cercano a lo que devenga un profesional cubano
de estos días si obviáramos la diferencia fundamental del valor de los
productos antes y ahora: dije más arriba que hace sesenta años una cajetilla de
cigarros costaba 10 centavos, una cerveza de buena marca 20 centavos, un
caballo 30 pesos y una libra de carne de cerdo en pie cien veces menos que en
la actualidad. Ni siquiera evaluemos aquí la carne de res que está fuera del
alcance del pueblo cubano.
Esta realidad que hoy
nos aplasta es la causa fundamental de la crisis económica, el descontento y
las ilegalidades que lastra nuestra sociedad. Pero los tanques pensantes que
tienen la responsabilidad de resolver estos problemas, en vez de colocar los
pies sobre la tierra, lanzan ahora la más depravada de todas sus locuras
financieras: la venta de carros liberada a precios exorbitantes. Precios para
millonarios en un país “donde nadie puede hacerse rico”.
Al tomar mi calculadora
para realizar un análisis matemático, sopesando el salario básico de nuestros
obreros y profesionales con el valor asignado por el CIMEX y el Ministerio de
Finanzas y Precios a cada vehículo en venta por el Estado, obtuve como
resultado que, cualquier obrero cubano que pretenda comprarse uno de esos
vehículos, debe disponer de todo su peculio salarial, sin extraer un centavo,
durante un lapso entre los 200 años (si es un carro viejo) y los 1100 años de
trabajo íntegros. Seguramente los oficialistas del CIMEX y el Ministerio de
Finanzas y Precios han tenido en cuenta el logro que hemos alcanzado en el
tiempo de esperanza de vida de la población cubana.
¿Qué les parece? ¿Cómo
se atreve usted a calificar esa determinación de los directivos de nuestro
Gobierno: ¿Burla, sadismo o humor negro?
Pedro Armando Junco
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