Al hijo de Miguel le ha llegado el parole. Se lo puso el hermano, para él y su esposa Antonia. Ellos son dos jóvenes médicos que sólo ven futuro fuera del país, porque, según dicen, "en Cuba no vale la pena ni ser médico".
Ambos son hijos únicos, sobre todo Antonia, porque el viejo Miguel sí tiene otro, que es el que desde allá está tratando de "salvar" a su hermano.
Miguelito promete al papá multiplicar la ayuda que reciben desde Estados Unidos. El padre asiente resignado, agacha el rostro y traga las húmedas palabras, sin mirarme a los ojos cuando lo cuenta.
Está viejo y enfermo. Vive en el quinto piso de un multifamiliar, junto a Mariza su mujer, y a su perrita Lía, una pequinesa muy simpática:
"Ella me quiere con la vida. Nada más olfatea cuando subo la escalera y ladra y salta de alegría porque yo soy lo más grande para ella", dice con un nudo en la garganta, y carga y besa con ternura a su fiel animalito.
Mariza, su mujer, no dice nada. Hay madres así, más bravas que nosotros, pues se comen la congoja en silencio, como si el dolor les supiera a manjar de fin de año.
Pero la mamá de Antonia sí se desbocó con su hija, según Miguel comenta. "Le ha plantado la soledad en que los deja. Y le recrimina esa determinación egoísta, que se ha hecho viral en los hijos de las familias cubanas".
Y es allí donde las razones se atragantan: porque abandonar padres ancianos en este desierto lastimoso, es tan deplorable como sacrificar la vida joven bajo una esclavitud feudal dirigida por castas oligárquicas.
Lo cierto es que cuando llega una parole, es como haber ganado la lotería. La aspiración del cubano de hoy ha trastocado por completo los niveles morales de una lógica responsabilidad familiar, pues se considera premio esta deportación enmascarada.
La razón, no sé quienes la tengan, pero la culpabilidad de esta crisis humanista que desintegra a la nación cubana, está clarísima y lista para ser escrita en los libros de historia.
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