Entre los primeros recuerdos de mi existencia guardo el día en que mi
madre me tomó de la mano para ir a conocer a Dios. Tendría apenas tres
o cuatro años, porque se dice que a esa edad es que comenzamos a
conservar vivencias en la memoria.
En una habitación de mi casa mantenía ella un pequeño altar con la
imagen de la virgencita de la Caridad y otra de Cristo crucificado. No
puedo recordar exactamente lo que me dijo, pero me había llevado hasta
allí y por primera vez escuché hablar de Dios. Tengo el orgullo de
haberlo escuchado en los labios de mi santa madre.
Entre la nebulosa de aquel recuerdo puedo sacar a flote algo de su
explicación: algo así como que Dios era un ser muy grande,
todopoderoso, al que no podíamos ver, pero que nos acompañaba y
vigilaba constantemente. Creo que también me explicó sus ideas sobre
la Virgen y la seguridad de que Dios nos amaba por medio de su hijo
allí sacrificado. No puedo especular más para no mentir y llenar este
relato, sagrado para mí, de hipótesis poco creíbles.
Unos años después, con seis años bien cumplidos fui a la escuelita
rural de Arroyo Blanco. Ya a esa edad sabía montar a caballo y en el
morito Sinsonte –tal era el nombre de mi cabalgadura– recorría los dos
kilómetros y medio que separaba mi casa de la escuela. Allí aprendí a
leer y a escribir con "Teresita García, la maestra de todos los
tiempos" tal a como la describo en mi novela Muchachas en Río Blanco".
Pero un día llegué muy enfadado a la casa –cualidad que conservo hasta
hoy–, y le dije a mi madre:
–¡Mamá, la maestra está enamorada de un hombre y hasta tiene un cuadro
de él en el aula! Mi madre quedó pensativa por un instante y luego del
asombro me preguntó:
–¿Cómo es eso, mijo? Teresita es una mujer casada.
Debo acotar, sin denigrar a nadie, que en el año 1954 las mujeres eran
muy diferentes a las de ahora.
–Lo sé mamá; por eso te lo digo –le respondí tuteando, pues mis padres
me dieron siempre ese derecho. –No hace más que hablarnos de ese
hombre y nos dice que es hermoso, que es muy inteligente y que todos
debemos quererlo mucho.
–¿Y cómo es ese hombre del cuadro?
–No es muy joven, mamá, porque está casi calvo. En la foto del cuadro
está vestido de negro frente a un matojo, con las manos a la espalda.
Entonces mi madre se echó a reír, me acercó a ella y me dio un beso:
–Ese hombre es José Martí, hijo mío. Y razón tiene la maestra en
enseñarles a que lo quieran mucho, porque igual que Cristo dio la vida
por la salvación espiritual de la humanidad como te enseñé una vez,
así él entregó la suya en los campos de Oriente para que nosotros
lleváramos sus ideas en el corazón.
Desde entonces, gracias a Teresita García y a mi madre, no he dejado
de admirar, amar como a un padre y estudiar a nuestro Apóstol. Y su
obra escrita ha sido para mí similar al evangelio. Gracias también a
los años que tengo, he podido constatar que tanto de Martí como de
Jesucristo se agarran los falsos profetas para tergiversarnos la
esencia de sus ideas. Maldita condición del género humano: en nombre
del Cristo que supo perdonar en la cruz hasta a sus propio asesinos,
la Santa Inquisición quemaba en la hoguera a personas vivas por solo
no doblegarse a su doctrina. En nombre de José Martí, los inquisidores
de ideas, pretenden aplastar a los que no comulgan con sus intereses,
se arrogan el derecho a interpretarlo por nosotros y hasta nos lo
convierten en cómplice de sus mentiras y manejos oscuros.
¡Cuántas páginas contrapuestas a los falsos y desacertados conceptos
que hoy se esgrimen podrían escribirse del ideario martiano. Sobre
todo su respeto al criterio ajeno, el derecho a pensar y hablar sin
hipocresía, la propuesta de "para hacer feliz a un pueblo hacerlo
rico"; pero sobre todo su perenne insistencia a que cada cual elabore
sus propias ideas: "Hombre es aquel que estudia las raíces de las
cosas; lo demás es rebaño…".
A Martí hay que visitarlo de primera mano y no esperar a que otros nos
lo mastiquen para que luego lo traguemos.
Pedro Armando Junco
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