Uno de esos hijos "postizos" que tengo –y que son muchos– me preguntó por qué algunas veces escribo con total seriedad mis críticas sociales y otras, suelto mensajes irónicos que hacen reír a mis lectores. A renglón seguido quiso saber si no me causa miedo decir lo que pienso, cuando vivo dentro de la jaula de una tiranía.
Le conté que mi manera de escribir tiene que ver con la genética y la idiosincrasia propia del cubano. "¿No has escuchado decir que los cubanos somos los únicos ciudadanos del mundo que reímos de nuestra propia desgracia?", le respondí jugando; y de inmediato agregué, parafraseando al Maestro: "La sátira es un látigo que tiene un cascabel en la punta". La ironía sarcástica despierta al lector adormecido por el tedio de largas explicaciones como si le echaran pica-pica en el catre incómodo que le han brindado para que mal repose y le estimula a sacar criterios propios.
Pero hay mucho también de genética, desde los ancestrales cromosomas de mi abuelo Leoncio López Labrada, poeta empírico y mambí de las tres guerras. Sus características conozco a través de mis padres y de algunos versos de su compañero de armas, el poeta cienfueguero Ricardo García Rodríguez de Argumedo, a quien acompañó redactando volantes patrióticos en una imprenta, allá por los últimos años del siglo XIX. Ricardito lo apodaba "Napoleón". Y cito:
"Como el gato es Napoleón,
que de goloso se pasa,
pues tiene la carne en casa
y sale a cazar ratón".
A finales de los años cuarenta del siglo pasado –contaba mi madre–, todas las mañanas insertaba en su victrola el disco del Himno Nacional y lo escuchaba de pie y en posición militar, a pesar de sus más de noventa años, como el más fiel creyente en la santidad de la Patria.
El 6 de noviembre de 1949 –para ser más preciso–, mi madre fue a verlo a su bohío conmigo en brazos. Era el día de mi segundo cumpleaños. Por supuesto, ella me lo refirió muchas veces después: me sentó en las piernas de su viejo y mi abuelo se "rajó en gritos". Mi madre y mi abuela, preocupadas, le preguntaron el por qué aquello, y él solo les respondió:
–Porque no podré ver a mi nieto grande, hecho todo un hombre.
Esa es también una deuda que debo pagar a la memoria de mi abuelo. Y es también uno de los "por qué" de no temer a decir lo que pienso.
–Y respondiendo a tu segunda pregunta –dije a mi hijo adoptivo–: el miedo es un bichito que te inoculan los tiranos como un virus; crece dentro de ti si tu espíritu está debilitado por la ignorancia, la desinformación y el acomodamiento. El miedo embiste a todos de diferentes maneras, y hay que ser valiente para lograr contenerlo. Pero donde está la verdad no cabe el miedo. Henry David Thoreau, el filósofo del que Gandhi obtuvo la teoría de la desobediencia civil, mostró una vez a sus carceleros que se es más libre detrás de rejas cuando nos expresamos sin hipocresía, que fuera de ella cuando no nos atrevemos a decir lo que pensamos. Y también dijo: "Bajo un gobierno que encarcela a alguien injustamente, el lugar que debe ocupar el justo es también la prisión"
–El miedo, en fin, hijo mío, como nos enseña Martí desde niños en La Edad de Oro, nos convierte en hipócritas y nos degrada la condición de hombre.
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