Camagüey, por sus llanuras,
puede catalogarse como la Pampa
de Cuba. Aventajó, además, sobre ese término, la forestación boscosa
precolombina, que fue desapareciendo por el cultivo de la caña de azúcar y la
ganadería. Ricas haciendas albergarían la mayor masa de oro rojo del país y
decenas de centrales azucareras producirían más de una cuarta parte del dulce
tesoro nacional. Hoy las tierras de la provincia, convertidas nuevamente en
grandes e impenetrables bosques –ahora de marabú –recesan de cultivos cañeros y
de otros tipos, así como de vacunos de carne y leche en más de un 75 %.
Pero, ¿qué hay en específico
sobre la ciudad capital de provincia?
Camagüey, casi a 500 años de
fundada, es la tercera ciudad del país por habitantes, solo superada en masa
poblacional por Ciudad de La
Habana y Santiago de Cuba. Fue el sitio donde habría de nacer
Ignacio Agramonte, uno de nuestros próceres más distinguidos –quizás el más inmaculado
de todos –; fue cuna de la mayor poetisa cubana: Gertrudis Gómez de Avellaneda;
y fue origen del Pasteur de América: Carlos Juan Finlay. Quizás por eso –aunque
Epicteto afirma lo inconsistente de este juicio[1]
–los camagüeyanos tenemos fama de inmodestos y altaneros al compararnos con
otros provincianos. Acaso algo de eso es cierto, porque Camagüey también ha
sido la comarca de mejor pronunciación idiomática de la nación. Todavía hoy, a
pesar de las mezcolanzas interprovinciales, los habitantes de más exigua cultura
no “hablan cantando” como muchos orientales, ni truecan o amputan letras del
léxico, como otros muchos en occidente.
Una carretera de 30 kilómetros de
circunferencia bordea la ciudad que ya rebasa su límite y continúa creciendo
debido a la marea in crescendo de los campesinos que emigran en desbandada desde
sus predios evadiendo los nuevos boscajes de marabú que amenazan con cubrirlo
todo. Y dentro de ese enorme círculo de asfalto vibra y suspira una ciudadanía
con más de 320 mil habitantes.
¿Se ha preguntado usted cómo es
Camagüey actualmente por dentro? ¿Ha leído en las bloguerías de mi coterráneo
Juan Antonio García sus lamentaciones por la ausencia de los once cines de
pantallas grandes que aglutinaban cada noche a miles de cinéfilos en sus
cómodas butacas? ¿Ha encontrado por casualidad en mis afiladas críticas la
nostalgia de una ciudadanía que conoció la abundancia de semáforos en sus
estrechas calles?
Pero Camagüey no se da por
vencida. Allí quedan sus iglesias, remodeladas gracias a la caridad de Juan
Pablo II; allí están sus plazas, restauradas por la Oficina del Historiador de
la Ciudad a
despecho de medidas arbitrarias que incomodan al lugareño; aquí permanece parte
de su pueblo –me refiero al que no ha emigrado –soportando los vientos
huracanados del tiempo y las limitaciones, soslayando las carencias de una
buena alimentación, el deterioro paulatino de sus casas y sus calles, la
pérdida de valores humanos que se hunden en una marisma de estafadores y
asaltantes.
Aquí su pueblo humilde, manso y
bueno, receptivo a los actos por el Primero de Mayo y asistente asiduo a
las asambleas de “Rendición de cuentas” sin recabar resultados, siempre con una
sonrisa a flor de labios para saludar y dar la bienvenida a todo el turista que
les llega. Por las calles de esta ciudad transitan todavía –al decir de Don
Pancho –las mujeres más hermosas de Cuba, a pesar de algunas mutaciones
al jineterismo
con declarado empeño de encontrar en el extranjero que nos visita alguien que se
las lleve aunque sea para Samoyedo.
Camagüey sufrió por su parte
oriental la amputación de Elias y el Francisco –hoy municipios Colombia y
Amancio Rodríguez –; y por el oeste todo lo que constituye hoy la provincia
Ciego de Ávila. Ambas disecciones –que luego de un análisis profundo solo dan
como resultado el mayor empobrecimiento y ruptura idiosincrásica de los
lugareños –solo han servido para fraccionar y destruir la infraestructura de la
provincia que fue la más rica en ganadería y macizos cañeros del país. Por
suerte, los habitantes de esas regiones seccionadas, con sumo orgullo, aun se
consideran camagüeyanos.
A pesar de todo, en espera del
500 aniversario de la fundación de su capital, por todos los medios difusivos regionales
y en cada asamblea que se convoca, se habla eufóricamente y con optimismo de un
Camagüey Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Repito, ardua faena es la que
espera a quienes pretenden, en tan poco tiempo –restan solo 20 meses –destupir
alcantarillados obstruidos y asfaltar vías públicas dificultosas de transitar –todavía
el hueco de la calle San Martín continúa siendo una amenaza mortal para los
vehículos –; preservar del derrumbe casi inminente a centenares de viviendas en
pleno deterioro y embellecer a miles de fachadas descascaradas y ausentes de
pintura; alcanzar el esplendor de una ciudad que en sus anales históricos
aparece como una de las más limpias del país, hoy inundaba de bosta y orina de
caballos carretoneros; higienizar sus
calles de mendigos alcohólicos que deambulan sucios y harapientos por doquier; colocar
alumbrado a decenas de callejones oscuros.
.
Todavía quedan por resolver la
calidad del “pan nuestro de cada día”, la equidad de precios entre
artículos de primera necesidad y salarios obreros, la erradicación de los
verdaderos burócratas, que pululan por millares disfrazados de inspectores,
directivos o agentes del orden. Todo eso y más se torna necesario para que el
pueblo camagüeyano reciba verdaderamente feliz el 500 aniversario de su
fundación.
A propósito, se ajusta muy bien
a este comentario el fragmento que en misiva privada me escribió un viejo amigo
al respecto:
No debe olvidarse que disponemos de una
infraestructura que hay que renovar porque está gastada por el uso, que no
siempre ha sido el mejor. Además, las estrategias perfiladas en los 60 del
pasado siglo, si bien favorecieron el camino para la formación de un pueblo
instruido, hoy en día hay que buscar otras más avanzadas que respondan a la
Cuba y el mundo del siglo XXI. No podemos ni debemos
quedarnos atrás. Eso nunca. Hay que poner orden en todo pensando que los gustos
y las ideas evolucionan y que la realidad es otra y hay que saber afrontarla.
Debe tenerse presente que ciencia, educación y cultura son pilares
fundamentales en estrecho diálogo formativo. Como el artista, el albañil se
sentirá orgulloso de la obra bien construida, y el maestro, el verdadero, el
que sí educa e instruye, se reconocerá en los logros de los hombres y mujeres
que formó para el futuro de la patria.
No se debe seguir confiando en
los caminos trillados, hay que buscar otros nuevos más amplios y atender lo
urgente, pero sin abandonar la mirada soñadora y reflexiva, imantada por anchos
horizontes de futuridad.
No obstante esos compromisos a
resolver, esta meta pudiera ser de fácil acceso cuando se le compare al intento
de recuperar algo más importante que la infraestructura física de la ciudad,
que se ha ido perdiendo paulatinamente y escapa al sentido de la vista: el
carácter honrado, la empatía que nos confraternizaba y nos hacía más seguros y
felices. En mi libro inédito “Medio
siglo más tarde” dejo escrito:
Recuerdo que, cuando niño, las
puertas de nuestra casa en la ciudad no se cerraban. Era un portón enorme,
estilo colonial, que por la noche solo se entornaba para permitirle al lechero
dejar sus litros de leche dentro del inmueble sin necesidad de llamar a sus
moradores en la madrugada. Por cierto, la leche venía en litros sellados con
auténtica garantía de salubridad y pureza, no como hoy que la depositan en un
tanque cualquiera en los puntos de venta, ya descremada por la administración
estatal, y sin la garantía de que sea más adulterada aún por los “carreros” o
por los expedidores del mismo punto. Los automóviles dormían seguros en las
calles y las bicicletas se apareaban en las afueras de las tiendas cuando su
dueño pasaba dentro del establecimiento para hacer compras sin el recelo de que
fueran hurtados.
Roguemos a Dios se logre, para
el esperado 4 de febrero de 2014, superar tantos valores éticos ausentes de la
ciudadanía junto a la reestructuración física de una ciudad que desfallece día
a día en espera de cambios positivos.
Pedro Armando Junco
[1] En el Enquiridión o Máximas de Epicteto, este
hace referencia a un caballo que gana una carrera y su dueño se enorgullece de
ello. Señala Epicteto que no es precisamente el dueño quien debe sentir orgullo
por el triunfo, sino el caballo.
Ha transcurrido algún tiempo de esta publicación, pero hoy la leo y me gustó mucho porque de forma clara y precisa describe al "camagüeyano". Pero estimado, no creo que la pérdida de los valores se pueda recuperar como por arte de magia. Este es un fenómeno que no sólo pasa en Camagüey, es universal. Tristemente ya nada es igual a lo que nos enseñaron y que nos hacía tan especiales.
ResponderEliminarPero creo que sí algo se puede hacer es enseñar a la presente y futuras generaciones para que logren ser mejores y así poder tener una sociedad mejor. Nuestro legado sólo no cuenta, la enseñanza será el detonante del cambio.
Yo también soy camagüeyana y duele ver el deterioro físico y social.
Gracias por tu artículo.