Quiero en estos días de reclusión voluntaria, colocar mi granito de
arena en el ingente esfuerzo que muchos artistas –cada uno en su
particularidad– realizan por llevar a nuestros compatriotas, más
llevadero el encerramiento. Y por demás, rendir homenaje a la obra del
gran Boccaccio cuando la Peste Bubónica azotó a Europa en el siglo
XIV, época que le tocó vivir.
Hoy les brindaré una prosa poética muy apreciada por mí, ya publicada
como cuento en la revista Viña Joven de Santiago de Cuba hace algunos
años. Este trabajo está escrito en segunda persona (con el perdón de
los especialistas) y me lo inspiró una de las mujeres más bellas que
he conocido, cuyas características aparecerían luego en mi novela
Muchachas en Río Blanco junto a su frase lapidaria y real: "Yo no soy
mujer para un solo hombre".
Sin más:
Pintura
A Martica de los Ríos
Esta mañana Marietta me pidió que le pintara un cuadro. Siempre me
está pidiendo cosas: que le invente un cuento, que le dé un paseíto en
la moto, que la lleve a caballo por la finca. Y casi siempre la
complazco. ¿Sabes que ella y yo comerciamos con esas cosas?: le
fabrico el cuento, le doy el paseo y ella me paga con besos: cinco
besos es el pago más pequeño: no hacemos transacciones menores. Pueden
llegar hasta a un millón de besos nuestros trueques. Pero esta mañana
me pidió que le pintara un cuadro y yo no sé pintar cuadros. Lo pidió
cuando me disponía a salir para la finca a llenar el abrevadero de las
reses con el motor de aguada; he traído papel y bolígrafo. Y me han
acompañado por el camino dos imágenes: la tuya en mis entendederas y
la de ella y su pintura en el pecho.
Desde mi casa hasta el abrevadero hay algo más de un kilómetro. Los
trillos del camino son tan angostos que, apenas dan lugar a que se
crucen, sin rozarse, los cascos del caballo; y se han convertido en
zanjitas con el tiempo: zanjitas sumamente estrechas, como para que
quepan por entre ellas, exactamente, los dos cascos, sin dejar nada al
desperdicio y a la holgura. Eso me trae reminiscencias de ti; no sé,
esa estrechez de los trillos me hace siempre recordarte.
El sol, a medio cielo, está tibio todavía. Las voces de los monteros
en lontananza son como un golpe de guadaña al silencio. El potro, de
trote, lleva un ritmo como de cancioncilla española y me hago la idea
de que vas a mis espaldas, con traje de aldeana, cantándome al oído.
Al cruzar el rastrillo de alambres, el tolete se zafa y cae al suelo;
tengo que desmontarme a recogerlo y te busco entre aquel mantel verde
de hierbas de Bahamas, hecha añicos, entre las patas de la
cabalgadura.
Luego de los naranjos y de los nísperos se llega al arroyuelo, alegre,
como tu mirada; y te descubro en la corriente, entre las piedras,
inconfundible: la chicuela que vi, siendo muy niño, más allá de mis
ojos. Porque te hallé una vez, antes de que hubieras nacido: era un
chico todavía y una muchacha apareció frente a mí sobre una nube… En
el agua del riachuelo te adivino como en los años de mi infancia: la
linfa es la tersura de tu rostro; en la barranca, las raíces salientes
de los atejes dibujan tu perfil; y es el murmullo de la corriente
entre las piedras, la carcajada de tus pulmones locos que hacen
cabriolas sobre la cascada de tus dientes. En las orillas, como
labios, olfateo tus besos. Atrás, mucho más atrás, se queda el África…
Cuando llegamos al abrevadero, el ruido del motor de aguada apaga, a
mi lado, todos los demás sonidos que puedan molestarme. Ahora el
rancho del motor está hundido por la esquina y me cobijo bajo los
frijolillos, al resguardo de las garrapatas tejanas. A mis espaldas,
el tanque. Frente a mí el boscaje de yayas: tupido, enmarañado y
oscuro, saliéndose de sus límites con una feracidad temible. Y en el
bosque estás tú: con tus yayales hirsutos y silvestres.
Hacia la derecha, a unos pasos tan solo, tengo dos hectáreas de
terreno sembrado de palmeras. El palmar es cuadrado porque antaño fue
labranza; los labriegos antiguos respetaban a la palma como un árbol
sagrado, y cuando realizaban sus desyerbes las socorrían, en vez de
arrancarlas. Así surgían los palmares. Hoy, cuando quizás de aquel
amigo no quedan ni los huesos, se yerguen ellas, añosas, parodiando un
pastel verde adornado con velitas de un viejo centenario. Y cada una
de aquellas majestuosas señoras me hace acordar de ti por la esbeltez
de tu talle y tu cintura estrecha, con tus pencas despeinadas que
juegan al viento.
El tanque se ha llenado. Un viejo buey, cansado de pisotear terrones
duros, ha venido cojeando. Bebe del agua que sobraron el toro y las
novillas, y cojeando se retira; resignado a esperar su hora. Porque,
todo tiene su hora. Y hay oportunidades que hasta ni los bueyes las
desprecian.
Te confieso que he perdido la mañana. Los atejes y las campanillas sí
supieron aprovecharla y han crecido un tanto. Pero yo no. Yo regreso
ahora, cabizbajo, a la casa, sin haber podido arrancarte de mis
entendederas y sin haber pintado el cuadro a Marietta.
Pedro Armando Junco
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