lunes, 28 de noviembre de 2011

El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura

“Los perros tienen una bondad y una capacidad de ser fieles que superan a las de muchos humanos”.

Muy cerca de los seiscientos folios, mediante tres focos narrativos que se alternan mecánicamente casi hasta el final de la obra de la misma manera que una noria vuelve sobre sí misma, conjugando símiles demasiado evidentes para poderlos mantener tras bambalinas, Leonardo Padura ha escrito una de las más arriesgadas e importantes narraciones cubanas y de Latinoamérica.
Poco tiene que envidiar este escritor criollo a Mario Vargas Llosa en La fiesta del Chivo, obra sin precedentes en lo histórico-novelesco latinoamericano. Tampoco El Código da Vinci, La sombra del viento, El Códice 632, best seller contemporáneos, ultra continentales y de fama universal, pueden calificarse como novelas superiores a la de nuestro estimado coterráneo. Leonardo Padura ha colocado un punto y aparte en el ámbito narrativo actual de nuestro país, tan proclive a esa sistematización rutinaria que envuelve hoy a las editoriales cubanas.
Por tanto me he propuesto realizar un pequeño análisis crítico de esta obra que cala hasta los talones y hace diana, como flecha iliónica, en tantos Aquiles, por más de medio siglo anquilosados dentro de los discursos oficialistas.

“El odio es una enfermedad imparable”, nos dice el escritor. El odio secreto y acérrimo; ese odio voraz, desproporcionado, es el cáncer que corroe el alma de muchos hombres que, dirigidos precisamente por esa enfermedad, alcanzan poderes increíbles y son como una fuente inagotable del mal que se desborda y corre e irriga los campos humanos. Ese odio ejecutado secretamente es el que descubre y desenmascara Leonardo Padura, herido desde lo más profundo de su espíritu en El hombre que amaba a los perros, tomando la frase del estalinista purgado Nikolái Ivánovich Bujarin: –“Cuando se trata de asuntos indecentes la historia no soporta testigos”.
Stalin, siempre Stalin, al desnudo, lo vemos representado en los personajes más abyectos, como salidos de su vientre. Es la abominación absoluta, sin tapujos, que el autor nos presenta como un filme, para que podamos evaluar hasta el exceso las manipulaciones y proyectos satánicos que son capaces de realizar determinados personajes de la historia universal. El odio, “aquel manejo turbio de los ideales, la manipulación y ocultamiento de las verdades, el crimen como política de un Estado, la cínica construcción de una gran mentira provocan indignación y más y nuevos temores”.
Hoy se habla de Hitler constantemente como del mayor asesino del siglo XX, seguramente como los antiguos ejemplificaban en Nerón al más grande parricida de la antigüedad. Sin embargo, ¿acaso no pueden emular a los crímenes del romano los desmanes de Calígula o Tiberio? ¿Cuál es la ventaja del nazi, a no ser en lo cuantitativo, sobre el monstruo georgiano que causó la muerte a más de veinte millones de personas? Al menos Hitler, en sus purgas, eliminaba aquellos de quienes sospechaba pudieran traicionarlo. Stalin eliminaba a quienes le fueron devotos y le sirvieron incondicionalmente en sus fechorías, para no dejar testigos presenciales. Pero la historia no perdona. La historia hurga aquí y allá, gracias a cronistas como Leonardo Padura –esta novela no deja de ser un documento histórico –y saca al final, hacia la luz, las peores y más repulsivas fechorías.
“…a Stalín, para alcanzar la concentración del poder, ya no le bastaban los fantasmas de las posibles agresiones del imperialismo francés o el militarismo japonés, sino que requería de un enemigo como Hitler para cimentar, con la amenaza del nazismo, su propio ascenso”. Inclusive no le bastó hacer suyo el axioma maquiavélico de buscarse un enemigo a quien echar la culpa de sus propios fracasos y la justificante militarización nacional, sino que pacta, secreta y alevosamente, con el supuesto enemigo, para, entrambos, ir apropiándose del mundo, como si fuera poco sentirse dueño del país más extenso de la tierra.
En otro momento Leonardo Padura reafirma que: “…el estalinismo se revelaba como la forma reaccionaria y dictatorial del modelo socialista”. Y esto nos da la posibilidad de catalogar al estalinismo como una doctrina más, fuera del marco maquiavélico más ortodoxo o de cualquier algún otro dogma despótico de características exclusivas –el maoísmo, por citar uno de ellos dentro del propio campo comunista, que luego surgiría intentando superar sus pasos –.
Una característica muy peculiar de esta doctrina es convertir a los hombres en autómatas. Padura hace una diana perfecta en su obra cuando el “asesor” le recalca al asesino: “Métete esto en la cabeza de una puta vez: tú no piensas, solo obedeces; tú no actúas, solo ejecutas; tú no decides, solo cumples”. Los hombres que han vivido bajo regímenes estalinistas conocen muy bien qué significa desobedecer estos preceptos. Pero hay algo más que sobrepasa la obediencia incondicional de sus asistentes, y que, de hecho, los convierte en sicarios: “…no tienes piedad, no tienes miedo, no tienes alma. Tú eres un comunista de pies a cabeza”.
Sin embargo, muchos hombres creyeron en Stalin como muchos otros han creído y seguirán creyendo, a lo largo de la gran carrera de la humanidad, en genios diabólicos disfrazados de ángeles. El hombre es ingenuo por naturaleza y cree fácilmente, cuando se le endulza con esperanzas, hasta en el inexistente reino de los cielos; eso lo conocen a la perfección los grandes tiranos. Goebbels descubrió que repetir muchas veces una mentira la convierte en verdad dentro del cerebro de los más incautos. Así que Stalin contó con fieles servidores como Ramón Mercader del Río, el antihéroe de esta historia. Apartado, repudiado por todos, incluyendo aquellos de sus mismos ideales, solo al final de su vida logra percatarse de la manipulación de que fuera objeto. Fue uno de aquellos: “…los mismos que soñaron con la victoria, la revolución, la democracia, la justicia, y habían practicado en muchas ocasiones la violencia revolucionaría de un modo despiadado, ahora la derrota lo rebajaba a la condición de parias sin un sueño al cual aferrarse”.
La novela de Leonardo Padura encierra mucha filosofía humanista. Es el grito de otro intelectual más de nuestra América para abrir los ojos al mundo sobre la necesidad de remplazar el odio, la maldad y el aprovechamiento egoísta, con amor y concordia. Si “Stalin necesitaba una cabeza de turco a la cual cargar sus culpas para hacer resplandecer su inocencia” , deja escrito Padura como alertándonos y poniéndonos sobre aviso de la perversidad de esas arengas fútiles que muchas veces confunden a los inocentes ciudadanos del mundo, no deberíamos desaprovechar el mensaje. Muchos Stalin más pequeños surgen en este mundo plagado de candidez y desconocimiento, y cuentan con la aprobación de esas masas humanas donde a los hombres no les gusta pensar y prefieren creer en otro que piense por ellos, quien a la postre los convierte en sus esclavos.
La novela de Leonardo Padura es una excavación arqueológica en la historia oculta del estalinismo. Por mucho que se haya dicho de uno de los más grandes tiranos de todos los tiempos, el escritor escarba más abajo aún y hasta puede aseverar que “nadie puede engendrar tanto odio sin correr el riesgo de que en algún momento se le desborde encima el recipiente”.

En toda la obra se descubre el mensaje. Es imposible para un escritor, cuando es auténtico –por mucho que intente maniatarlas –, disimular esas emisiones etéreas que manan desde lo más profundo de su espíritu. Por eso, apenas tomamos el libro en nuestras manos sentimos como en carne propia los escollos personales que ha sufrido el prosista, más aún cuando también nosotros hemos tropezado con esos mismos escollos y zancadillas que nos han hecho caer y obligado a levantar en múltiples ocasiones. Es solidario, porque ese mal común que todos sufrimos alguna vez es: “La perversión de la gran utopía del siglo XX, este proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdido sueños, años y hasta sangre y vida”.
Todavía, a mediados de la obra, para disimular un tanto su crítica al gobierno nacional, Leonardo Padura se sitúa en la personalidad de Troski y desde allí promueve su detracción. Emplaza a la burocracia y dirigencia intelectual cubana, a los más conformistas y resignados, a esos que defienden como maravilloso el proceso y estado en que vivimos y levantan banderas de igualdad proletaria por encima de las cabezas de aquellos que carecen de todo:
A cada uno de ellos, tan convencidos de las bondades del régimen, Liev Davídovich les haría una prueba: los pondría a vivir con su familia en un departamento de seis metros cuadrados, sin auto, con mala calefacción, obligados a trabajar diez horas por día para vencer en una emulación que no conducía a nada, ganando unos pocos rublos devaluados, comiendo y vistiéndose con lo que les asignasen por la cartilla de racionamiento y sin la menor posibilidad no ya de viajar al extranjero, sino de levantar la voz.

El hombre que amaba a los perros es la carretera asfaltada por donde nos deslizamos contemplando desde abajo los altos riscos insalvables del odio, la intriga y la manipulación más exacerbada; los riachuelos de aguas inmundas que se despeñan contra nosotros, como si todavía una tempestad de estiércol que se ha tornado en huracán nos cayera desde más allá de esas grandes cumbres. Por eso, casi al final, la novela revela un sentido autoral muy propio, aunque toma como portavoz a Iván, o al amigo de Iván, que en definitiva nos permiten descubrirlo e identificarlo. Allí acaso deja de fantasear con la trama y emprende caminos mucho más directos. Da un giro en el tiempo y en el espacio para regresar al presente y al suelo patrio:
A partir de este momento ya no sería posible vivir con los pocos pesos de los salarios oficiales: los tiempos de la pobreza equitativa y generalizada como logro social terminaban y comenzaban lo que mi hijo Paolo, con un sentido de la realidad que me superaba, definiría como el sálvese quien pueda (y que él, como muchos hijos de mi generación aplicó a su vida de la única manera a su alcance: marchándose del país).

…era evidente que estábamos hundidos en el fondo de una atrofiada escala social donde inteligencia, decencia, conocimiento y capacidad de trabajo cedían el paso ante la habilidad, la cercanía al dólar, la ubicación política, a ser hijo, sobrino o primo de Alguien, el arte de resolver, inventar, medrar, escapar, fingir, robar todo lo que fuese robable. Y del cinismo, el cabrón cinismo.

La ira lo impele a escribir palabras escabrosas que nunca antes había utilizado en el texto. Casi se le puede mirar el rostro airado, rubicundo, con la yugular inflamada por la impotencia reprimida. Pero su mejor crítica estriba en denunciar el ostracismo intelectual de un pueblo que a unos ha diseminado por el mundo, a otros ha silenciado por completo, y solo a los más dóciles, ingenuos o sumisos ha permitido caminar, con obediencia, el maltrecho trillo del periodismo, el cine y la literatura.
¿Tienes idea de cuántos escritores dejaron de escribir y se convirtieron en nada, o, peor todavía, en antiescritores, y nunca más pudieron levantar el vuelo? ¿Quién podía apostar porque las cosas cambiarían alguna vez? ¿Sabes lo que es sentir que estás marginado, prohibido, olvidado a los treinta, treinta y cinco años, cuando de verdad puedes empezar a ser un escritor en serio, y creyendo que esta marginación es para siempre, hasta el fin de los tiempos o por lo menos hasta el fin de tu puta vida?

Padura se siente engañado. No tiene miedo a decirlo y lo declara sin ambages. Solo comparable a Pedro Juan Gutiérrez en valores cívicos aunque sus estilos literarios son totalmente diferentes, se sitúa entre los mayores exponentes críticos de nuestras miserias: miserias económicas estrechamente ligadas a miserias humanas. Expone al mundo, en una obra que va a circular más allá de nuestro país y de nuestro continente que “no exagero si digo que hemos atravesado todas las etapas posibles de la pobreza”.
Su desengaño queda plasmado en estas páginas. Podemos humedecer nuestros dedos con sus lágrimas. Para los escritores verdaderos la literatura es su religión. Por eso sufre al reconocer el servilismo a que ha estado maniatada la intelectualidad cubana durante cinco décadas grises y no solo a un quinquenio gris como se nos pretende hacer creer:
Mi única alternativa fue aceptar aquellas condiciones y, cínica y obedientemente, ordenar a los dos autómatas subnormales y alcohólicos que trabajaban como redactores que escribieran de planes sobre cumplidos, compromisos aceptados con entusiasmo revolucionario, metas superadas con combatividad patriótica, cifras increíbles y sacrificios heroicamente asumidos, para darle forma retórica a una realidad inexistente, hecha casi siempre de palabras y consignas, y muy pocas veces de plátanos, boniatos y calabazas concretas.

Él también lo hizo. Él también se confiesa culpable, porque “…en el fondo del abismo, acosado por todos los flancos, los instintos pueden ser más fuertes que las convicciones”.
Nada puede un hombre ante la avalancha de una multitud que, por ignorancia, miedo o conveniencia lo arrincona y avasalla. “La peor de las agresiones a la condición humana es la humillación, porque desarma al individuo, agrede lo esencial de su dignidad”, manifiesta, arrepentido de haber sido otro juguete más entre las manos de la demagogia y la mentira.
Está desengañado, pero todavía no odia. Hay una abismal diferencia entre el odio y el desengaño. El odio entraña el deseo de venganza. El desengaño produce un dolor interno muy intenso, pero es manso y, hasta si se quiere, perezoso, dispuesto siempre a perdonar y a comenzar de nuevo. Ha descubierto en su propio país “…la catástrofe de la colectivización…” , ese engendro marxista, leninista, estalinista, maoísta, que llevó la ruina económica al país más extenso de la tierra y sembró la miseria y la nueva esclavitud a tres generaciones de soviéticos. Acaso pensando en el aforismo socrático de que solo lo bueno es bello, opina con una sonrisa sarcástica que “la belleza y el socialismo parece que juegan en equipos contrarios”.
Abre los ojos tardíamente, pero los abre, como tantos adormecidos por los cantos de sirena de un mañana próspera a costa de un hoy miserable: “…promesas de un futuro mejor a costa de un presente peor”.
Al parecer había descubierto la clave de la desintegración del campo socialista, aunque obvia el desastroso e indiferente modo de la administración burocrática –indispensable en todo sistema centralizado donde un único dueño no pueda prescindir de estos elementos –que, precedido por el desastre de Chernóbil y la invasión afgana, culminó en la Perestroika –reestructuración –y la Glasnost –transparencia –de Mijaíl Gorbachov, golpe de gracia al estalinismo más ortodoxo.
Ahora, a duras penas, conseguíamos entender cómo y por qué toda aquella perfección se había desmerengado cuando se movieron un par de ladrillos de la fortaleza: un mínimo acceso a la información y una leve pero decisiva pérdida del miedo (siempre el dichoso miedo, siempre, siempre, siempre) con el que se había condensado aquella estructura.
Sin embargo, aún le queda el baluarte de nuestra idiosincrasia, de nuestro llamado “cubaneo”, elixir mágico que ha sido capaz de hacernos resistir los más grandes desafueros del destino: “…una práctica fervorosa de solidaridad entre los jodidos, que es la única verdadera”.
El escritor se abre camino entre aquel boscaje enmarañado de conjeturas diversas, defendido todavía por algunos esperanzados en el futuro promisorio y llega a la conclusión siguiente:
Pero si, como decían algunos, vencidos por las evidencias, la clase obrera había mostrado con la experiencia rusa su incapacidad para gobernarse a sí misma, entonces habría que admitir que la concepción marxista de la sociedad y del socialismo estaba errada. Y aquella posibilidad lo colocaba frente al meollo terrible de la cuestión: ¿era el marxismo apenas una “ideología” más, una forma de falsa conciencia que llevaba a las clases oprimidas y a sus partidos a creer que luchaban por sus propios fines cuando en realidad estaban beneficiando los intereses de una nueva clase gobernante?

Ni siquiera hace alusión al capitalismo. Esa idea huelga en su cabeza. ¿Acaso será Leonardo Padura el socialista de una nueva utopía que sueña con el mejoramiento del ser humano y esgrime como principal divisa la autonomía económica del individuo y la libertad de las ideas por encima de quienes gobiernen? ¿No habrá en él germinaciones de aquella fe martiana de todos y para el bien de todos? Y es entonces cuando propone, de la forma más simpática que se haya escrito, como símil irónico que se lanza al descuido, la solución definitiva para nuestro problema:
Cerrar esta tienda y abrir otra, dos calles mas abajo. Pero empezar el negocio sin engañar a nadie, sin joder a otro porque piense distinto a ti, sin que te busquen pretextos para callarte la boca y sin decirte, además, que cuando te cogen el culo lo hacen por tu bien y por el bien de la humanidad, y que ni siquiera tienes derecho a protestar o a decir que te duele, pues no se le deben dar argumentos al enemigo y todas esas justificaciones. Sin chantajes… El problema es que quienes deciden por nosotros decidieron que estaba bien un poco de democracia, pero no tanta … y al final se olvidaron hasta del poco que nos tocaba, y toda aquella cosa tan bonita se convirtió en una comisaría de policías dedicados a proteger el poder.

Leonardo Padura nos ha legado con El hombre que amaba a los perros no solo una de las mejores piezas literarias cubanas del presente siglo, sino el camino señalado y abierto, para que lo crucemos junto a él en busca de la verdadera prosperidad nacional.

Pedro Armando Junco

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