miércoles, 4 de enero de 2012

Feliz Año Nuevo


En Cuba celebramos el 31 de diciembre. Tanto en la ciudad como en el campo, la familia cubana acostumbra a cenar lechón asado y esperar, a las doce de la noche, el Año Nuevo. En la ciudad es costumbre conseguir un pernil de puerco y asarlo en panaderías, aunque hoy han proliferado los hornos criollos, ingenios de la necesidad y la carencia –se dice que los panaderos castran la carne desde adentro del cuerpo del animal –, y por eso se ha inventado un tanque viejo en forma horizontal, traspasado por media docena de cabillas, que sirve para colocarle el carbón abajo y la bandeja con la carne encima; acá no disponemos de aquellos aparatos maimenses llamados “barbikiú”, pero el asado queda magnífico, mejor aún, porque el cerdo cubano, el criollo, sabe diferente y más sabroso que el norteamericano.
En el campo es todavía más atractivo el festejo. En el campo nadie se anda con pernilitos. Los pobres animales –como diría mi niña en un arranque filosófico de esos que ella se manda –comienzan a gritar en todos los bohíos desde la media mañana, y son asesinados, sin que nadie interprete su dolor, para dar contento a un grupo de personas ajenas a su existencia. Y digo desde por la mañana, porque al calor de las botellas de ron, más de uno se brinda a dar la puñalada asesina, y hasta los menos expertos participan en la fregada e intervención quirúrgica del occiso. Luego de extraer las vísceras por una pequeña herida del costado abdominal y lavarlo meticulosamente, alguien se aparece con la púa, que es una vara larga de unos cuatro metros cuando menos, aguzada en la punta y con una cruceta al otro extremo. Esta vara, preferentemente de baría o de guásima, ha de ser recta como una vela, aunque hay campesinos tan curiosos que no descansan hasta encontrar en el bosque otra de yaya, cuyas raíces a flor de tierra permiten ser extraídas junto a la totalidad del arbolito y sirven de manera natural como timón para darle vueltas a la hora de hornear.
Un chamaco pone el pie al tronco de la vara y lo asegura en tierra para que no resbale; otro, por delante, la alza hasta su pecho; y un par de campesinos rollizos y bien sudados agarran el lechón y le introducen la punta le aquella jabalina por donde estuvo el ano y lo halan con fuerza de titanes. Por el hueco del costado que sirvió para extraer las vísceras, alguien mete la mano y guía la afilada punta hasta el cuello de la víctima, siempre en dirección a la boca por donde ha de salir, como un proyectil, el madero tormentoso. Entre todos enderezan la estaca hacia el cielo, con el animal ensartado, y se repercute en golpes secos sobre el suelo hasta que el lechón ocupa el centro de la vara. Luego vienen las amarras de cáñamo, aunque hay quienes prefieren los clavos, pero eso inutiliza la pértiga para posteriores festines. Muchos embarran el cuerpo del animal con sangre para que tome un color más intenso y, aunque ya está en desuso, hay quienes rellenan el cerdo por dentro de arroz congrí y cosen la herida. Se coloca la vara con el animal ya introducido, apoyado a un árbol para que seque. Toda una tarde, hasta el anochecer, permanece allí, como tétrico anuncio de la veleidad y el salvajismo humano desde los lejanos tiempos de Jesucristo –diría mi niña –, esperando que las cabezas de piñón se conviertan en brazas y no levanten llamas, que es cuando son buenas para el cocinado.
En medio de todo ese ajetreo se escucha música, se juega al dominó, se baila reguetón y se bebe a brazo partido. Unos a otros se visitan y se enorgullecen de que el puerco de su casa sea el más grande, aunque todos conocen al dedillo que el mejor para estos menesteres es aquel que no sobrepase las cincuenta libras de peso, que no esté tan gordo porque repugna, y tampoco tan flaco, porque entonces no tiene grasa con que autococinarse y la carne sabe a ropa vieja. Aquellos que asan puercos de cien libras o más, por lógica, no pueden decir que es lechón asado lo que hacen; por eso, muchos campesinos cuando los comensales son numerosos montan hasta dos lechones en la misma púa.
Así se espera el Año Nuevo en Cuba. Al día siguiente cuando se tropiezan por los callejones uno se jacta de haber bebido tanto que pasó la noche de perros, vomitando hasta la bilis, otro que se defecó en los pantalones y su mujer tuvo que bañarlo con todo y el frío de la madrugada. Y celebran sus espectáculos como algo admirable. Solamente los pocos que supieron beber y comer con sobriedad y mesura amanecen con la cabeza clara, listos para enfrentar los avatares del nuevo año, complacidos por haber llegado, aunque recelosos de alcanzar el próximo.

Pedro Armando Junco

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