martes, 17 de mayo de 2011

PINTURA

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Esta mañana Marietta me pidió que le pintara un cuadro. Siempre me está pidiendo cosas: que le invente un cuento, que le dé un paseíto en la moto, que la lleve a caballo por la finca. Y casi siempre la complazco. ¿Sabes que ella y yo comerciamos con esas cosas?: le fabrico el cuento, le doy el paseo y ella me paga con besos: cinco besos es el pago más pequeño: no hacemos transacciones menores. Pueden llegar hasta a un millón de besos nuestros negocios. Pero esta mañana me pidió que le pintara un cuadro y yo no sé pintarlos. Lo pidió cuando me disponía a salir para la finca a llenar el abrevadero de las reses con el motor de aguada; he traído papel y bolígrafo. Y me han acompañado por el camino dos imágenes: la tuya en mis entendederas y la de ella y su pintura en el pecho.

Desde mi casa hasta el abrevadero hay algo más de un kilómetro. Los trillos del camino son tan angostos que, apenas dan lugar a que se crucen, sin rozarse, los cascos del caballo; y se han ido convirtiendo en zanjitas con el tiempo: zanjitas sumamente estrechas, como para que quepan por entre ellas, exactamente, los dos cascos, sin dejar nada al desperdicio y a la holgura. Eso me trae reminiscencias de ti; no sé, esa estrechez de los trillos me hace siempre recordarte.

El sol, a medio cielo, está tibio todavía. Las voces de los monteros en lontananza son como un golpe de guadaña al silencio. El potro, de trote, lleva un ritmo como de cancioncilla española y me hago la idea de que vas a mis espaldas, con traje de aldeana, cantándome al oído. Al cruzar el rastrillo de alambres, el tolete se zafa y cae al suelo; tengo que desmontarme a recogerlo y te busco entre aquel mantel verde de hierbas de Bahamas, hecha añicos, entre las patas de la cabalgadura.

Luego de los naranjos y de los nísperos se llega al arroyuelo, alegre, como tu mirada; y te descubro en la corriente, entre las piedras, inconfundible: la chicuela que vi, siendo muy niño, mas allá de mis ojos. Porque te hallé una vez, antes de que hubieras nacido: era un chico todavía y una muchacha apareció frente a mí sobre una nube… En el agua del riachueluelo te adivino como en los años de mi infancia: la linfa es la tersura de tu rostro; en la barranca, las raíces salientes de los atejes dibujan tu perfil; y es el murmullo de la corriente entre las piedras, la carcajada de tus pulmones locos que hacen cabriolas sobre la cascada de tus dientes. En las orillas, como labios, olfateo tus besos. Atrás, mucho más atrás, se queda el África….

Cuando llegamos al abrevadero, el ruido del motor de aguada apaga, a mi lado, todos los demás sonidos que puedan molestarme. Ahora el rancho del motor está hundido por una esquina y me cobijo bajo los frijolillos, al resguardo de las garrapatas tejanas. A mis espaldas, el tanque. Frente a mí el boscaje de yayas: tupido, enmarañado y oscuro, saliéndose de sus límites con una feracidad temible. Y en el bosque estás tú: con tus yayales hirsutos y silvestres.

Hacia la derecha, a unos pasos tan solo, tengo dos hectáreas de terreno sembrado de palmeras. El palmar es cuadrado porque antaño fue labranza; los labriegos antiguos respetaban a la palma como un árbol sagrado, y cuando realizaban sus desyerbes las socorrían, en vez de arrancarlas. Así surgían los palmares. Hoy, cuando quizás de aquel amigo no quedan ni los huesos, se yerguen ellas, añosas, parodiando un pastel verde adornado con velitas de un viejo centenario. Y cada una de aquellas majestuosas señoras me hace acordar de ti por la esbeltez de tu talle y tu cintura estrecha, con tus pencas despeinadas que juegan al viento.

El tanque se ha llenado. Un viejo buey, cansado de pisotear terrones arados llega cojeando. Bebe del agua que sobraron el toro y las novillas, y cojeando se retira; resignado a esperar su hora. Porque, todo tiene su hora. Y hay oportunidades que hasta ni los bueyes las desprecian.

Te confieso que he perdido la mañana. Los atejes y las campanillas sí supieron aprovecharla y han crecido un tanto. Pero yo no. Yo regreso ahora, cabizbajo, a la casa, sin haber podido arrancarte de mis entendederas y sin haber pintado el cuadro a Marietta.

Pedro Armando Junco


© Del poemario inédito Lírica verde

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