miércoles, 29 de junio de 2011

El San Juan camagüeyano









El San Juan es la fiesta carnavalesca de Camagüey. Por tradición centenaria, desde el 24 hasta el 29 de junio –onomásticos de San Juan y San Pedro respectivamente –se rememoran en nuestra villa los festejos del carnaval. Inclusive, de esta legendaria celebración han surgido alegorías como aquella creencia de que para esta festividad Dios suspende las lluviosas tardes del solsticio para que la gente disfrute de los bailes, libre de los molestos aguaceros. A dicha escampada se le conoce popularmente como “el veranito de San Juan”.
La orquesta Aragón, la Maravillas de Florida y muchas otras de renombre nacional e internacional actúan en cualquier estrecho callejón convertido de facto en cabaret con su buen gravamen a la entrada. Grupos musicales foráneos y de los municipios contribuyen a que no quede un sitio sin concierto bailable. Y dentro de estos espectáculos no faltan las comicidades de ventrílocuos y humoristas, con el inconfundible sarcasmo criollo. Personalidades de tan alto valor artístico y popular como Diego Álvarez (Cortico) y Ángel Rami (el cabo Pantera), por solo citar dos de ellos, salen al escenario y se burlan de las tantas restricciones públicas que nos fastidian, y hacen desternillarse de risa a un público ávido de críticas que no se atreve a expresar públicamente.
Es cierto que las canoas y tanques repletos de botellas congeladas que se expendían al módico precio de sesenta centavos, han sido relevadas por enormes termos de cerveza a granel, ahora a cinco pesos el litro. Quien pretenda llevarse a la boca una de aquellas antiguas, debe abonar en el kiosco nada más y nada menos que diez pesos por cada una –y diez pesos es aproximadamente el salario del jornalero humilde para el que se ofrecen estos festejos –. Una cajita de comida tiene un costo alrededor de los 25 pesos en calle abierta, según el condumio que traiga dentro. Para colmo, el carnaval termina a las tres de la madrugada en punto. Ya Cándido Fabré, de haber venido, no hubiera podido esperar el sol con su público en la calle sanjuanera.
En los años sesenta, en vano intento por alejar a la población del sincretismo religioso que unía las tradiciones africanas a las del cristianismo español y convertía en algo autóctono la creencia en los mismos santos aún con nombres diferentes, se cambió la fiesta para el mes de julio como es tradición en Santiago de Cuba y no se habló más de los apóstoles de Jesucristo. Fue la época en que también cambiaron la Nochebuena –vísperas de Navidad que toda Cuba celebraba con lechones asados en campos y ciudades –y se trasladó la festividad para el Primero de Enero, aniversario del triunfo revolucionario.
Pero las tradiciones, como el marabú, echan raíces y crean una razón de ser que se impone a lo largo del tiempo. Y volvimos los camagüeyanos a disfrutar en fecha y con nombre propio del caluroso San Juan provinciano.
Antes de la Revolución y hasta unos años después, se inscribían por su belleza las jovencitas más hermosas de la villa en postulación para coronarse reina del carnaval cada año. Allí se presentaban decenas de muchachas muy bellas, sin que el color fuera óbice a su postulación. Muy acertadamente Juan Bautista Castrillón (Don Pancho) hizo famosa en su emisora radial, al comenzar el noticiero del mediodía, una frase suya: “Camagüey, la ciudad de las iglesias y las mujeres más lindas de Cuba”.
Pero el rechazo revolucionario a las monarquías y sus títulos nobiliarios, cambió la categoría de “reina” por la de estrella del carnaval y sus doce luceros. Y así, aquella misma celebración con un escrutinio más severo –pues no solo se tenía en cuenta la hermosura física, sino también las cualidades culturales, educativas y políticas –sostuvo durante algunos años más la tradicional costumbre.
Desafortunadamente, esto también ha quedado en los anales históricos de nuestra ciudad. Ni reinas, ni estrellas, ni luceros llenan la Plaza de los Trabajadores como cuando décadas atrás nos apiñábamos hombro contra hombro –los jóvenes de entonces –para discutir luego si el jurado había sido justo o no al elegir la premiada. Para que los jóvenes de hoy puedan disfrutar las esculturales figuras y divinos rostros de nuestras muchachas –que continúan siendo las más hermosas y lindas de Cuba –tienen que esperar el cruce de las carrozas donde decenas de esos pimpollos, en trajes exóticos y brillantes, muestran las abultadas carnes de sus glúteos y el palpitante sudor de sus cálidos pechos inflamados.
Los policías, multiplicados, custodian las plazoletas de baile y los vigilantes económicos hacen lo posible por mantener a raya vendedores de comidas y cervezas. Un amigo descontento me comentó que los emperadores romanos, cuando no tenían alimentos y comodidades que ofrecer a los plebeyos, proporcionaban fiestas donde gladiadores se batían a muerte unos a otros en el coliseo, y en su defecto hasta echaban cristianos a los leones.
Sin embargo, a pesar de esos criterios exagerados de mi amigo, o de estos nostálgicos tiempos pretéritos, desde la Avenida de los Mártires, en el reparto La Vigía, hasta la concurrida Plaza de La Caridad, casi todas las noches se desplaza, gratis, el Paseo. Comienza la revista con autos octogenarios en perfecto estado de conservación. Luego pasan los travestís, luciendo la libertad y promoción de que gozan hoy. Vienen los coches de caballos con damas encopetadas, parodiando la época colonial; más atrás llegan los mascarones, y los “monoviejos” que se meten con el público y hacen maldades a los niños. Por último el desfile de media docena de carrozas iluminadas, repletas de jovencitas hermosas, y un cortejo de congas, comparsas y guaracheros que todo un pueblo se vuelca a orilla de las calles para verlos pasar sudorosos y risueños. Este año las muchachas han sido mejor escogidas, y gran cantidad de ellas pudo postularse para estrella.
Entre actos, los merolicos pregonan globitos de colores, rositas de maíz, caramelos, pitos y flautas. La alegría es contagiosa en todo el pueblo. Paradójicamente, el último día de Paseo, desde la última comparsa, se escuchó un sordo eslogan en lo rítmico del octosílabo: “¡Ahora mariguana y coca!”.
El público, poseedor de cantidad de celulares y cámaras fotográficas modernas, hace centellear la calle con sus “flashes”. Todo es bullicio, algarabía, euforia generalizada, porque como digo en mi poema Mi gente ríe con una jarra de cerveza, mi pueblo tiene la virtud de lo pequeño y ríe y vibra despreocupado del mañana, sin nubes en la frente.

Pedro Armando Junco
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