viernes, 19 de agosto de 2011

Habanastation



Habanastation es la película que está en el boom en estos momentos. La protagonizan dos de los pocos buenos actores que nos quedan: Luis Alberto García –a quien admiro no solo como actor, sino como persona decorosa –y Blanca Rosa Blanco, la más linda de las actrices cubanas desde que Susana Pérez “saltó el charco”. Su joven director es Ian Padrón, hijo del creador de Elpidio Valdés.
Por lo general, el cine cubano es bueno. Está libre de esas bagatelas comúnmente llamadas de “patá y piñazos”, de las escenas rosaeróticas y homosexuales de las telenovelas nacionales y –exceptuando algunas profusamente “pedagógicas” –contiene un mensaje y una crítica social oportuna y aguda –quizás por eso se exhibe poco en nuestro país –. A veces da la impresión de que nuestro cine está hecho para comerciar en el exterior como se hace con nuestras playas. Puedo agregar que, si ninguna película cubana ha alcanzado un Oscar, no ha sido por detrimento en su calidad, sino por otros factores en los que no quiero involucrarme por el momento.
Habanastation es una película para niños, jóvenes, adultos y ancianos de ambos sexos, libre de insinuaciones porno y desprovista de vicios tan letales a la sociedad como los que se complacen en ofrecer hoy muchos cineastas en todo el planeta. Su lenguaje, en ocasiones crudo, es el lenguaje diario del cubano común, sin lastre malicioso o ultrajante; esas “malas palabras” que pocas veces se escuchan en el filme, lejos de pertenecer a una vulgaridad retrógrada, son la sombrilla protectora que antepone la población ante la dura realidad del sol que la castiga.
Habanastation ofrece una fotografía bastante completa y muy realista de lo que es Cuba hoy: el barrio marginal en pleno corazón de La Habana, su cañada fétida de aguas negras –por ello esa barriada es nombrada La tinta –, los muchachos pandilleros harapientos y descalzos, los fulleros y “luchadores” como son el caso del que arregla equipos electrónicos a martillazos y el del viejo fabricante de puré. Estas, entre muchas otras, parecen pinceladas claves que el joven director destaca con mucho acierto. Esos personajes son el producto de una sociedad determinada: la nuestra.
Al otro extremo de esa sociedad marginada, sitúa al artista que vive como rico. Y es bueno aclarar para aquellos que no viven en Cuba, que rico en este país es aquel que tiene una casa con todas las comodidades del mundo moderno, carro propio y viaja al extranjero. Solo pertenecen a esta esfera social los artistas, intelectuales y deportistas muy destacados; también algunos de los llamados “material humano arrendable”, así como otros de los que hablaré más adelante. En el caso que nos ocupa, el artista es un músico de fama internacional: un jasista que nos trae inmediatamente a la memoria al mejor de los nuestros: Chucho Valdés. Algo me hace sospechar que entre Ian Padrón y el maestro Chucho Valdés existen lagunas amistosas por resolver…
No podía faltar el característico humor que nos salva a diario y que levanta carcajadas en el público. A los cubanos nos produce alivio reír de nuestras propias limitaciones y esto se pone de manifiesto en las algarabías del público cinéfilo cuando la escena en que el jasista corta un pollo asado de nueve libras mientras le dice a su mujer que “la vida está muy dura”.
Tampoco falta el detalle filosófico que emociona: la conversación de los niños cuando discuten si no habría sido preferible al padre de Carlos –el niño marginado –salir huyendo de la bronca en la placita, ante la realidad que lo llevó al homicidio y a la cárcel y al abandono de los suyos. Esa conversación está magistralmente concatenada casi al final con aquella cuando el propio Carlos consigue derribar al pandillero que le pretendió quitar su papalote y ya, a merced suya, al pretender rematarlo con un madero, Mayito –el niño rico que discutió con él escenas anteriores –le grita frenéticamente y lo hace reflexionar de pronto sobre lo que habían discutido. Carlitos recapacita: desgarra el madero contra un poste y deja que su contrincante escape sin causarle daños. Pienso que esa es una pedagogía válida para todos y un punto encomiable de la película.
La fotografía del filme destaca los pormenores. Acaso la mayor crítica social se halla en su fotografía; me arriesgo a decir que es más incisiva que la del libreto, porque la cámara muchas veces se pega a determinados detalles, como el enorme pollo asado de los nuevos ricos o la chapa amarilla del carro del artista insistentemente seguida. Para quienes no lo conocen, es positivo aclarar que las chapas –o placas –de los vehículos cubanos, tienen diferentes colores: estos permiten destacar desde lejos a qué grupo social pertenece el vehículo. Las placas estatales son azules, las cooperativas y asociaciones no gubernamentales son color naranja. Las de embajadas, negras. Blancas las de las altas esferas del Partido. Amarillas las particulares y marrones las de los carros para turistas y dirigentes de la clase media superior. Lo que diferencia estas dos últimas es la T en las primeras y terminación AF en las últimas, aunque al final –y eso es lo que no quiso precisar Ian Padrón, quizás para no buscarse enemigos poderosos –ambas clases disfrutan muy parecidos privilegios.
Y pienso que allí es donde está el talón de Aquiles de la película. Una férrea crítica a los artistas que han escapado del medio social en que vivimos los “cubanos de a pie” y no para todos esos cubanos que, sin ser artistas, ni deportistas, ni intelectuales, ni material humano arrendable, usan chapas diferenciadas en sus carros y se dan estupenda vida. Creo que al director de Habanastation se le escapó el detalle de estos cubanos que tienen carros estatales como suyos, pero que además poseen un chofer particular cuyos gastos sufraga el Estado junto al combustible que consumen, que viven en mansiones que ni construyeron ni compraron, y las han adquirido de forma gratuita avitualladas con todo tipo de comodidades; que todos los años visitan Varadero con sus familias; muchos de ellos viajan al exterior tanto o más que el jasista del filme, se alimentan también con pollos asados de nueve libras y en sus mesas no faltan los mariscos y el bistec anatema para el ciudadano común y corriente.
Aunque yo no pertenezco al grupo de los artistas afortunados, estoy en desacuerdo con censurar un modo de vida que en cualquier país del mundo puede alcanzar un ciudadano trabajador. Si el éxito de su carrera lleva al hombre a triunfar fuera de nuestras fronteras, indudablemente es porque es bueno y se lo merece. Si los que nos quedamos rezagados, incapaces de salir de la olla o aferrados a ella, tenemos que andar a pie, carecer de artículos de primera necesidad y alimentarnos mal, pues sea, que eso lo merecemos por tímidos o por cobardes. Mi discordancia con esta sociedad en que vivo estriba en esa desentonación con el marxismo–guevariano que le permite a una gran cantidad de personas lucir con orgullo la curva de la felicidad de su vientre, cuando en realidad su labor es fútil y sus resultados desastrosos para nuestra sociedad.
Habanastation quizás no esté a la altura de las mejores diez películas del cine cubano que mi amigo Juan Antonio está por señalar en su blog próximamente, pero tiene su aporte, su condimento, su trillo… El trillo de la crítica, que todos debemos seguir para conseguir una Cuba cada vez mejor.

Pedro Armando Junco

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