miércoles, 24 de agosto de 2011

Preguntas infantiles



A veces mi niña hace preguntas difíciles de responder. Ella solo tiene nueve años y comenzará el quinto grado dentro de unos días. Sin embargo, ha desarrollado –gracias a un talento muy capaz –una base ética y cultural que sobrepasa la media para su edad. Cierto es que yo le recomiendo los libros que debe leer, y quizás por eso, inmersa en ese mar de buena literatura para niños y jóvenes: Corazón, Papaíto piernas largas, la Edad de oro, El principito y algunos más, ha conseguido un alto sentido de la moral del cual me enorgullezco.
He tenido siempre por norma y por principio no privar a mis hijos de las charlas con mis amistades, por complejas que hayan sido. Antes se consideraba “de mala educación” cuando los menores se inmiscuían en conversaciones de adultos; quizás hoy alguien lo repruebe todavía; pero a mi modo de ver, el futuro de la familia está dentro de un marco no privativo, ni excluyente tanto para los más pequeños como para los ancianos de la casa. Por otra parte, mi respeto a la libertad de expresión y pensamiento individual me ha llevado a sostener firmes amistades heterogéneas de cualquier ámbito y proyección cultural, filosófica, religiosa o política. Y fue, precisamente, esa mentalidad tan abierta que asumo, la causa del suceso que contaré a continuación.
Cierto día llegaron a mi casa, por pura casualidad al mismo tiempo, dos amigos políticamente antagónicos: uno extremadamente de izquierda y otro extremadamente liberal. Uno extremadamente incondicional del sistema socialista actual y otro extremadamente desafecto. Según el léxico del primero: uno extremadamente “revolucionario” y otro extremadamente “gusano" (1) .
Me sentí embutido en tremendo aprieto. Conocía el riesgo de enfrentamiento de propiciar una discusión fuerte dentro de mi casa, ya que en otras oportunidades, como en la anécdota de Quevedo y Montalbán,(2) poco faltó para que aquellas dos figuras irreconciliables se entraran a los puños; así que llevé la conversación al tema literario, puesto que ambos amigos son profesionales dentro de esta rama de nuestra cultura y los libros son blandos y poco dañinos a la hora en que nos los lanzan por la cabeza. Y se habló de premios y aspiraciones, y hasta se me escapó decir que existen certámenes que no solo aportan moneda dura, sino que invitan al ganador a recibir el galardón en otros países con los gastos pagados. Conté además que las becas internacionales que ofrecen instituciones extranjeras son para nosotros bendiciones del cielo.
Pero mi amigo gusano habló de las limitaciones para salir del país y de la “carta blanca” imprescindible. Hasta comentó que el Gobierno retiene a los cubanos que desean viajar como si fuera dueño de cada uno de ellos, lo que no ocurre en otros países. Y sin querer, puse sobre el tapete la bandeja ideal para que mi niña se diera banquete a preguntar con la naturalidad propia de los infantes:
–¿Y si te ganas un concurso en el extranjero y te invitan a recibir el premio, yo puedo ir contigo, papito?
Todos quedamos con la boca abierta y sin una respuesta adecuada que no pusiese en tela de juicio el sistema político cubano. No obstante, mi amigo revolucionario respondió de inmediato:
–Los niños cubanos no necesitan viajar a otros países porque viven en el país más justo y prodigioso del mundo. Los niños cubanos no tienen que costear la escuela para educarse, ni el hospital y el médico que los atiende cuando se enferman; tienen la posibilidad de desarrollar cualquier atributo especial que haya traído desde su nacimiento, tanto en lo cultural como en lo deportivo… Los niños cubanos son felices aquí. ¿No lo has leído en algunas vallas que se exhiben en muchos lugares: “Somos felices aquí”?
–Sí, todo eso yo lo sé –dijo la niña. –Pero, ¿por qué si mi papito se gana un viaje al exterior yo no puedo ir con él?
E irrumpió la hecatombe:
–Porque los niños de este país están prisioneros en una cárcel muy grande que se llama Cuba –se desbocó el gusano –. Y cuando un padre o una madre salen del país de paseo o a cumplir una misión del Gobierno, no pueden llevar a sus hijos, que permanecen como rehenes en la patria. Solo en casos muy especiales, embajadores y grandes dirigentes viajan acompañados de sus hijos. La otra forma de marcharse de este país un niño nativo, es definitivamente –recalcó –, para que no regrese más a su patria a no ser como turista. O cuando se lanza al mar a riesgo de su vida.
Esa respuesta nos golpeó a todos. A mi niña, porque para un menor le es muy difícil entender criterios ilógicos. Los niños, incluso cuando empiezan a hablar, pronuncian “erróneamente” palabras del idioma que si las analizamos tienen mayor sentido práctico que algunas académicas. Muchas veces le escuché cuando pequeña: “Papito, ya me poní las medias”. Si lo analizamos con raciocinio infantil, así es más correcto que puse, porque ellos conjugan de forma regular el verbo poner.
Aquella respuesta del amigo gusano golpeó tanto al amigo revolucionario que se puso de pie, rojo de ira y ofendió con palabras muy fuertes –que soy incapaz de escribir aquí –al otro que había dado la respuesta concluyente. Sin embargo, su interlocutor no se extrañó por el exabrupto de las ofensas y le respondió con cierta ironía:
–Cuando no tenemos argumentos que oponer, la injuria y los epítetos son el núcleo fundamental y medio ideal para una respuesta…
Y acto seguido le soltó una estrofa martiana sacada no sé de dónde:

¿Quién con injurias convence?
¿Quién con epítetos labra?
Vence el amor. La palabra,
Solo cuando justa, vence. (3)

Pero la cuestión no paró allí, porque la niña había abierto sus orejas y se empecinó en una respuesta que convergiera los dos puntos de vista:
–¿Pero, cuál es la razón por la que yo no puedo ir con mi papito si se gana un concurso en España?
Afortunadamente, la alteración de mi amigo revolucionario –quien había sido operado del corazón un año antes –disparó el fusible de la discusión. Lancé una mirada ceñuda tanto a la niña como a mi amigo gusano, mientras daba a beber un vaso de agua fresca y echaba aire en el rostro al amigo revolucionario, porque le faltaba el aire.
Después que se marcharon mis amigos, la niña continuó con el sonsonete y me repitió insistentemente su última pregunta. Pero todavía hoy no he podido darle una respuesta satisfactoria. Si usted tiene esa respuesta, por favor, hágamela llegar.



Nota (1) Este último calificativo, sumamente peyorativo, fue creado por Lenin para denigrar a sus enemigos políticos y sirvió, a comienzos de la Revolución, para caracterizar también a todo aquel que no estuviera alineado con el nuevo sistema revolucionario y comunista que hasta hoy gobierna. Esta denominación: “gusano”, al principio excluyente y despectiva, se popularizó, y hasta trocó su color negro junto a otros conceptos que el tiempo y las circunstancias han obligado a cambiar, como es el caso de los homosexuales, por citar solo uno. Hasta la década de los ochenta a los homosexuales se les llamó “escorias” y “maricones”. Debido al desarrollo en espiral que plantea el marxismo, también la palabra injuriosa de “gusano” se ha ido suavizando, limando sus asperezas con el tiempo, y hoy por hoy es un epíteto hasta cariñoso con el que se saludan en familia los elementos disidentes dentro del país. Ya por el año 1966, aquellos que abandonaban el país cantaban sin ningún tipo de vergüenza esta redondilla que se hizo popular:

Con mi maleta en la mano
y un torniquete en la boca
yo me voy por Camarioca
aunque me digan gusano.

Similar a lo ocurrido con el sustantivo “mambí”, creado por los colonizadores para reseñar de forma desdeñosa la figura y características del cubano rebelde, que luego se transformó en digno calificativo que resaltaba el amor patriótico de nuestros libertadores, la palabra gusano es asumida hoy sin penas ni bochornos por todo aquel que no es “revolucionario” fundamentalista.

Nota (2) Cierta vez un amigo de los poetas Quevedo y Montalbán –cuyos celos profesionales los había convertido en enemigos –los invitó a su casa para reconciliarlos. Todo iba bien hasta que dando un paseo por la casa avistaron en la pared un cuadro que representaba a un padre pegándole al hijo porque lo sorprendió leyendo un libro de Cicerón. Montalbán, haciendo alarde de su repentismo y como queriendo ridiculizar a su rival señaló el cuadro:
“¡Buena paliza le dan
porque a Cicerón leía!”
Pero Quevedo, que era mucho mejor repentista que él, lo atajó y terminó la redondilla:
¡Entonces lo mataría
si leyera a Montalbán!
Y terminaron más enemigos que antes.

Nota (3) Martí, José Obras Completas. Editorial Nacional de Cuba. La Habana, 1964. t. 16, p. 354 Carta rimada a Néstor Ponce de León

Pedro Armando Junco

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