viernes, 18 de noviembre de 2011

No avergüenza figurar entre los pobres…

Hay quienes preguntan si no me avergüenza al subir a un camión cualquiera, de esos que antes acarreaban ganado y hoy son nuestros medios de transporte más eficientes. Me cuestionan esa manera sencilla de vestir, que no tanto por la economía particular como por el desinterés a la presunción, asumo cuando salgo a la calle. Otros se preocupan por mi indiferencia a mejorar el brillo de la motocicleta o la pintura de la casa.
Desde siempre escuché de los más sabios, desde Sócrates hasta Benjamín Franklin, que el más rico es el que menos necesita, y esa idea ha encarnado en mí con raíces firmes desde hace ya mucho tiempo. Miro a la gente correr y desesperarse por adquirir prendas de oro y vestir al último grito de la moda –grito muchas veces incómodo y hasta ridículo –; por darle un brillo excesivo a sus viviendas y sus automóviles; por viajar a lugares caros, de confort extraño, que a veces los hace sentir mucho más molestos que en su domicilio.. Sacrifican tiempo, recursos para comodidades, se obligan en trabajos que aborrecen, y a veces hasta caen fuera del marco legal, solo por alcanzar aquellas pompas de jabón cuya mayor retribución no pasa de ser una frase de elogio de cualquier transeúnte. Y me duele mirar a la gente malgastar el tiempo, sacrificarse en trabajos desagradables, carecer de cosas que mejorarían su nivel de vida en comodidades –soy algo epicúreo –corriendo el riesgo de caer en la cárcel, por adquirir algo superfluo, sin tener en cuenta que cada minuto de la vida no se recupera jamás, que solo el trabajo es atractivo cuando realizamos lo que nos gusta hacer, que el crimen no paga….
Sin embargo, soporto con tristeza el calor, la fetidez, los bancos de hierro de los camiones de transporte y me conduelo de la gente. Me apena avistar a una mujer con un niño de meses subiendo a ese vehículo y no tener como calmar los gritos del bebé, agobiado por el ámbito malsano de la atmósfera que respira; o a la anciana desvalida que ha de soportar las penurias del viaje por la necesidad impostergable de trasladarse de lugar. ¡Claro que me duele! Pero me embarga un remanso interior de solidaridad y hasta intento creer en el falso axioma de que el dolor compartido entre muchos se reduce un poco.
Y es entonces cuando sueño. Y es entonces que me da por escribir estas cosas, con la esperanza de que cada artículo que cuelgo en mi blog sea un grano de arena que ayude a mejorar todo lo que hay que reparar en nuestra patria. Mejorar sin odios y sin violencia, como enseñaba Gandhi. Alertar, sugerir, repetir cuanto sea necesario un concepto justo, hasta que haya oídos receptivos que lo tomen a bien y lo pongan en práctica.
El blog me ha salvado. Antes de tenerlo, mi lucidez desesperaba, repleta de ideas inconformes que, cuando las llegaba a escribir, solo yo podía verlas. Pero no solo eso. Al saber que alguien me escucha –aunque sean unos pocos, aunque sea uno solo –me obligo a escribir todas las semanas, como antes no hacía.
Todavía hay quienes preguntan por la remuneración de este sacrificio. Y a la sazón les digo: ¿dónde está el sacrificio? ¿Hay sacrificio en el placer de poder echar fuera todas las inquietudes? Pero sí, hay una remuneración posible: que se me escuche. Mejor aún: que se nos escuche, porque somos muchos que –gracias a Dios –sentimos que el altruismo posee la mayor recompensa: la riqueza espiritual interna de cada uno.
Pertenezco a ese grupo de crédulos que prefiere ser recordado en el futuro a expensas de soportar en el presente que se le ignore. Pienso que cruzar las calles como alguien común que nadie mira, porque nadie lo conoce, no deja de tener su encanto. Triste limitación esa de los personajes públicos. Hay en esto algo de similar con el arte. Es mejor que nos presientan a que nos miren. Hay más fuego en el espacio interior de cada ser humano, que en el mismísimo Sol que nos alumbra. Y allí es donde preferimos estar, porque allí no se muere.
¡Cuántas veces las carrozas de la corte Tudor, al cruzar sobre un bache fétido de una calle de Londres, no echaría la inmundicia del camino sobre las precarias ropas de Wiliam Shakespeare! ¡En cuántas ocasiones los carceleros de Miguel de Cervantes no se reirían de él cuando le llevaban a la celda la estrecha escudilla de su alimento! Pero si nuestra capacidad no alcanza para acercarnos ni siquiera un poco a esas monumentales figuras que irradian a tantos años luz de distancia, permítannos siquiera tomarlas como luminarias del mejor de todos los caminos.
Si a Mahatma Gandhi jamás lo avergonzó predicar en taparrabos su doctrina, ni Jesús Nazareno lamentó con vergüenza viajar en un pollino, ¿por qué tengo que abochornarme de mis privaciones? No avergüenza figurar entre los pobres, cuando enorgullece pertenecer a los honrados.

Pedro Armando Junco

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