Recuerdo la vez que, tomado de
manos de mi madre, salíamos de la peletería “La Principal”. Este
establecimiento existe todavía en el paseo peatonal de la calle Maceo, centro
comercial insignia de nuestra amada ciudad. La peletería “La Principal”
conserva el mismo esplendor de antaño, aunque ahora sus mercancías se venden en
moneda convertible, 25 veces de mayor equivalencia al peso salarial de los
trabajadores cubanos.
Eran los años del batistato.
Pertenecíamos a la clase media más humilde, pero dicho estatus nos permitía
comprar los calzados en esa tienda de lujo aunque fuera una vez al año. Yo
tendría apenas cinco o seis años, pero lo recuerdo perfectamente: al salir del local,
en el mismo portalón del establecimiento, algunas personas echadas en el piso
pedían limosnas. Nunca he podido olvidar aquel señor lisiado, con las piernas
quebradas y sonrisa idiota, que no acertaba siquiera a emitir palabras, con una
cajita en el regazo y algunas monedas dentro. Ahora me pregunto: ¿Quién lo
llevaba y lo situaba en ese lugar para ejercer lo que, para ellos, era su
trabajo? Recuerdo también, aunque con menos nitidez, la mujer con la niña
impedida entre sus brazos, echada también en el piso, repitiendo a todo
transeúnte la consabida frase de los limosneros. Para los lugareños aquel
cuadro resultaba indiferente por su cotidianidad; pero mi madre, campesina de
cepa, que solo visitaba la ciudad dos o tres veces al año, se sintió impactada.
Sacó de su bolso una moneda de plata –en los tiempos del batistato, menos las
monedas de cinco centavos, nuestro menudo era de plata –y me la entregó para
que se la alcanzara al pobre hombre.
Yo, curioso desde entonces, al
acercarme a la cajita del miserable, vi como brillaba entre un grupo de monedas
plateadas un medio de cobre –moneda de cinco centavos –. Así que, llamado por
la curiosidad, deposité la peseta y tomé el medio. Todo esto sucedía ante la
imborrable sonrisa del pobre idiota que nada dijo ni nada hizo por impedirlo.
Cuando regresé al lado de mi madre esta se horrorizó, me regañó quedito –cosa
inusual en ella, pues siempre que me regañaba lo hacía con voz sonora –y me
ordenó de inmediato devolver al pobre mendigo lo que le había robado. Por eso
es que nunca más he olvidado la escena: porque al regresar y echarle otra vez
su medio amarillo en la cajita, continuó mirándome con la misma sonrisa tonta y
descentralizada.
La mendicidad callejera será por
siempre el bochorno de los que gobiernan. El gran sueño del Apóstol fue una
república que garantizara a cada hijo suyo, como sucede en las ejemplares
familias, el pleno decoro de la existencia, la vigilancia paternal desde el
primero hasta el último de sus hijos. De igual manera que un excelente padre
toma mayor interés en el cuidado del hijo enfermo, torpe o discapacitado, la
república que nos señaló el Maestro sería “con todos y para el bien de todos”. Las
riquezas materiales de Cuba en la época del batistato habrían valido un comino
a la hora de alcanzar el encomio martiano a la vista de aquella pléyade de
mendigos y limosneros.
Al triunfar la Revolución se acabaron
los mendigos de la calle Maceo. Mejor: se acabaron todos los mendigos. Y debo
decirlo y proclamarlo como una de las actuaciones más hermosas del Gobierno
Revolucionario. Nunca he sabido qué hicieron con ellos, pero es de suponer que
internaron en asilos a los más necesitados, y se les ofreció ayuda a quienes
todavía pudieron desarrollar alguna labor que le proporcionara el sustento.
¡Eso es historia!
Sin embargo, actualmente están
surgiendo nuevas variedades de mendigos callejeros tan deplorables como aquellos
de cuando fui niño. Hace muy poco los descubrí en La Habana y nada tienen que
ver con “El Caballero de París”. Son los llamados “buzos y tanqueros”. Anda
por ahí un documental muy deprimente que presenta a estos elementos marginales
buscándose la vida, metidos de cabeza revolviendo en los tanques de basura –de
allí el nombre de buzos –para extraer los desechos que puedan servir todavía a
las personas en extrema pobreza.
Y su ola gigantesca está
invadiendo a nuestra bella ciudad. Como en Camagüey carecemos de contenedores
de basura –entre otra miríada de cosas –y la ciudadanía tiene que colocar los
desechos hogareños en una bolsita de polietileno –en cubano llamadas Cubalse –a
orillas de la acera, alrededor de un poste eléctrico o, no importa el ornato
público, colgada en la verja de la ventana que da a la calle, para que luego el
basurero municipal las recoja, surge a la media noche un grupo de noctámbulos
que destrozan los embalajes y, luego de hurgar en ellos en busca de algo que
les pueda servir, dejan aquel reguero en medio de la calle.
Pero hay otra clase de mendigos
mucho más preocupante y urgente a la sociedad: los alcohólicos empedernidos.
Cada día son más y se les encuentra en cualquier sitio, casi siempre
acompañados por uno, dos, o más compañeros. Visten harapos, carecen totalmente
de limpieza, muchos desdentados, cojos y depauperados. Al parecer son
rechazados en sus hogares o carecen de ellos y pernoctan en los parques y los portales
de establecimientos públicos. Nada se sabe de qué y cómo se alimentan.
–Afortunadamente –manifestó un
amigo hace algunos días con irónico humor negro –los entierros todavía son
gratuitos.
Si, como nos enseñó el Maestro, “hombre
es aquel que estudia las raíces de las cosas…”, ¿qué estamos esperando
para examinar objetivamente y con total honestidad el por qué tantos hombres útiles
en nuestro país se autodestruyen en el alcoholismo y la rapiña?
Me atrevo a proponer un
referéndum donde los ciudadanos pensantes de la ciudad, fuera del alcance
burocrático de las organizaciones, expresen sus opiniones al respecto y
propongan las soluciones a tomar en casos como el que hoy me ocupa y cuyos
resultados sean difundidos por todos los medios, como corresponde a un Gobierno
democrático como es el nuestro.
A falta de esta posibilidad,
teniendo en cuenta que el triunfo revolucionario dio prioridad a la eliminación
de esta clase social que constituye el último eslabón de la cadena, ¿qué piensa
hacer con ellos el Gobierno de nuestra provincia, enfrascado de lleno en
embellecer al máximo la ciudad, para recibir por todo lo alto el aniversario 500
de su fundación?
Pedro Armando Junco
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