jueves, 1 de noviembre de 2012

El huracán Sandy


En la madrugada del 26 de octubre, según los reportes noticiosos nacionales, el huracán Sandy devastó la ciudad de Santiago de Cuba. Árboles caídos encima de los techos, casas totalmente desmanteladas, las redes de electricidad y comunicación derribadas y nueve personas fallecidas, es parte del saldo de un huracán caribeño de categoría 2, según la escala internacional.
Acá en Camagüey nos mantuvimos a la expectativa, pues Sandy, siendo todavía una simple Tormenta Tropical, despegó desde las profundidades del sur del mar Caribe –parecido a como Usain Bold lo hace en sus carreras de campo y pista –con vertiginosa velocidad de traslación rumbo directo hacia nosotros. Por fortuna para Camagüey, su proyección hacia el norte tuvo una ligera inclinación hacia la derecha y nos soslayó por completo.
Sabemos que los ciclones del hemisferio norte giran contrario a como lo hacen las manecillas de un reloj y que su mayor poder lo ejecuta el ala derecha en su trayectoria. Para quienes hemos vivido fenómenos como este, conocemos por experiencia que los vientos sostenidos, ayudados por rachas superiores en intervalos continuos, son capaces de levantar árboles de cuajo y voltear automóviles. Y como si esto fuera poco, las enormes crecidas de los ríos se convierten en peligro vital para personas y animales.
La ciudad de Santiago de Cuba es la segunda del país por habitantes. Enclavada dentro de montañas y aledaña a una espaciosa bahía, conforma el valle más caluroso del país. Pero sus habitantes, por idiosincrasia local, son los más amistosos y solidarios de la Patria. Y mi preocupación estuvo centrada, principalmente, en la integridad de las personas que radican allí.
Cuál no sería mi sorpresa al ver por el Noticiero Nacional de la Televisión la devastación de la parroquia de San Antonio María Claret, destruida hasta sus cimientos que, entre aquellas ruinas, solamente quedaban salvados El Cristo del altar mayor y las campanas que llamaban a misa.
La institución de Misioneros Claretianos desde hace aproximadamente una década ha sido mi mayor punto de apoyo literario y de cuya revista Viña Joven me enorgullece ser un afortunado colaborador. En ese lugar radican las más preciadas de mis amistades santiagueras, entre ellas Mirta Clavería Palacios, directora de la Revista y el padre Carlomán, misionero colombiano que desde mis primeros pasos amistosos dirige el destino de tan preciada institución. A tantos días del desastre aún no he podido contactar con ellos. Mis llamadas telefónicas no son respondidas y el correo electrónico tampoco funciona, pues todo indica que sus líneas también quedaron destruidas.
La Defensa Civil cubana es un organismo creado precisamente para prevenir los grandes desastres naturales. Sin embargo, a no ser la preservación de vidas humanas y algunas riquezas materiales en el acto del desastre, poco está al alcance de salvamento por esta institución cuando la Naturaleza lanza contra nosotros temblores de tierra o huracanes. Y debido a esto, me da por pensar que si el ciclón Sandy hubiera embestido a Camagüey de igual manera como a Santiago de Cuba, miles de hogares de nuestra ciudad habrían sido arrancados de cuajo o intensamente promovidos. Habría sido la consecuencia no solo del poder destructor del meteoro, sino también, y en mucho, la del abandono en que se encuentran actualmente muchas ciudades del país –en su mayoría –debido al deterioro paulatino sufrido por el tiempo, las limitaciones de recursos por sus altos precios y las objeciones burocráticas que el Estado cubano practicó durante medio siglo.
Todos conocemos que los inmuebles, tanto estatales como particulares, llevan un mantenimiento continuo y permanente si se pretende evitar un deterioro progresivo que los debilite y los haga propensos a colapsar. Hasta hace muy poco nuestras viviendas no eran nuestras. ¿Paradójico, verdad? Un poco por el exiguo sentido de pertenencia y un mucho por el alto costo de los materiales y las restricciones de restauración y ampliación a particulares, el hogar cubano fue quedando relegado a un “mañana, si se puede” por sus propietarios. 

Como algo adicional –y pienso que esto también sucede en Santiago de Cuba por ser una de las primeras villas fundadas por los españoles –está el intento de la Oficina del Historiador por preservar intactas las estructuras antiguas de las viviendas cuando ni siquiera el cemento existía. Pudiéramos conjeturar, además, que mucho tiene que ver la poca calidad de las construcciones actuales. Un corredor de viviendas me comentó recientemente que cuando un comprador le solicita un apartamento, le hace hincapié en la fecha de fabricación del inmueble:
“Pregunta, ante todo, si es una edificación posterior o anterior a 1959. Y contrariamente a toda lógica, las casas antiguas suscitan más interés y conservan mayor valor monetario que las construidas en el período revolucionario”.
Y por colofón, no perdamos de vista la migración rural hacia las principales ciudades del país debido a las restricciones y el abandono –sobre todo alimentario –que han venido sufriendo en las últimas décadas. Estos beduinos criollos, marginados y a solo un paso de la indigencia que no publica la prensa oficial, están llenando de “favelas” cualquier barbecho abandonado en las márgenes de muchas ciudades del país, sobre todo en las de mayor contenido poblacional.

Téngase presente que un huracán es capaz de ocasionar daños hasta en la ciudad mejor construida del mundo; pero no se pierda de vista que gran parte de la destrucción de viviendas en las nuestras al paso de un meteoro como este, se debe a la poca capacidad de resistencia de las mismas.

Pedro Armando Junco

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