martes, 14 de enero de 2014

¿Burla, sadismo o humor negro?


A finales del año 1957 Valentín Espinosa llegó a mi casa buscando trabajo. Fue el penúltimo año del batistato, porque ya la Revolución crecía a pasos agigantados en la Sierra Maestra.
No sé si Valentín Espinosa vive todavía. Puede que sí, porque por esa época era un hombre de unos treinta años y muchos de esa edad o más cuando aquello, han conseguido hacerle guasa a la muerte. Lo traigo a colación porque lo recuerdo junto a nosotros las dos veces que unos “alzados” visitaron la finca buscando apoyo logístico, o cuando mi padre le prestaba el yipi a Enrique Tamayo para trasladar, clandestinamente, miembros del 26 de julio a determinados lugares. Yo tenía nueve años, pero lo recuerdo perfectamente; y esto es historia real.
El caso que pretendo referir es del día en que Valentín Espinosa llegó a mi casa a pedir empleo como ordeñador en la vaquería, trayendo consigo una camioneta Ford del año 55, propiedad suya. Quería encontrar empleo y vender la camioneta. En esos momentos, distanciado de su mujer, quería alejarse de su casa por un tiempo y, salvo la camioneta Ford, todo lo había dejado a su hija y a la madre. Esa es la historia que ha regresado a mis recuerdos después de casi sesenta años.
Por supuesto, tanto el empleo como la compra del carro le fueron concedidos. Debo reconocer que emplear a un bracero en una hacienda traía su análisis preliminar (no tan profundo, escabroso y demorado como en la actualidad cuesta instalar un teléfono en mi ciudad, aunque la orden de instalación haya sido dada por la máxima dirección de la provincia). Lo primero que averiguaba el hacendado era conocer de la honradez del solicitante al puesto de trabajo, de su pericia en las funciones que iba a desarrollar, de la carencia de arrastres legales, etc. Por fortuna, mi padre conocía a Valentín desde su primera juventud, cuando trabajaba en la finca vecina de un primo suyo y estaba soltero.
En la propiedad de mi padre los empleados solteros ganaban, con albergue y comida, un peso por jornada. Tomaban asiento junto a nosotros en la mesa de catorce comensales (que todavía conservo). Se alimentaban sin limitaciones de lo mismo que nuestra familia. Dormían en hamacas, es cierto, y se levantaban a las tres de la madrugada a ordeñar vacas: alrededor de 25 o 30 vacas cada uno. Pero solo el desayuno lo constituían jarras de café puro, con leche pura, galletas de La Paloma de Castilla (las mejores de la provincia), queso fresco y chicharrones, cada producto en bandejas diferentes, atestadas hasta el gollete y sin restricciones, como en mesa sueca. Los trabajadores con casa y familia percibían el doble (2 pesos diarios), con derecho solo al desayuno.
Los domingos estos muchachos solteros se iban hasta Arroyo Blanco, a dos kilómetros de allí, después del ordeño, y en los bares del villorrio bebían cervezas Cristal, Polar o Hatuey  a 20 centavos cada una. Fumaban cigarrillos Regalías el Cuño, Partagás, la Corona, o cualquiera de la infinidad de marcas que existían, según su gusto, y pagaban a 10 centavos la cajetilla. A los braceros con familia se les vendían cerdos vivos a 12 centavos la libra. Cualquiera podía adquirir su caballo propio, fuerte y saludable cuando más por 20 o 30 pesos. La carne de res valía centavos, y las veces que sacrificaban una en la finca a todos los trabajadores  se les regalaba “un canto de carne”.
Por eso no es de extrañar que Valentín Espinosa pidiera por su camioneta 700 pesos solamente.
Hoy se cuestiona oficialmente aquel miserable salario del capitalismo. Y, por supuesto, una población muy poco permeada de conocimientos económicos se deja arrastrar por la creencia de que solo fue en aquella época cuando el proletariado era explotado por su empleador. Este tipo de población, desconocedora de las palabras inflación, devaluación monetaria, irregularidad económica, valor adquisitivo, etc., es proclive a aplaudir que un obrero devengue 500 pesos mensuales y un profesional 800. Cegada por el par de ceros que acompañan al dígito, unido a la carencia de interés por conocer la solvencia de una simple hora de trabajo tal a como se percibe hoy en el mundo; impelida al desgano de dividir entre 25 el valor intrínseco de la moneda con que se le paga a la hora de entrar a una shopping, queda boquiabierta cuando se le explica que un médico, un profesor, un ingeniero o un abogado en Cuba, hoy, gana poco más de 15 centavos su hora de trabajo, mientras que el resto menos calificado si acaso alcanza los 80 centavos en jornada completa, algo muy parecido a cuando la crisis del machadato en los años 30 del siglo pasado, aún con la desventaja de que, cuando aquello, se pagaba con monedas de plata.
En los tiempos de Valentín Espinosa, un trabajador mal pagado, con el sueldo íntegro –que era alrededor de 14 centavos la hora –, en menos de dos años podía adquirir una camioneta como la suya, aparentemente muy cercano a lo que devenga un profesional cubano de estos días si obviáramos la diferencia fundamental del valor de los productos antes y ahora: dije más arriba que hace sesenta años una cajetilla de cigarros costaba 10 centavos, una cerveza de buena marca 20 centavos, un caballo 30 pesos y una libra de carne de cerdo en pie cien veces menos que en la actualidad. Ni siquiera evaluemos aquí la carne de res que está fuera del alcance del pueblo cubano. 
Esta realidad que hoy nos aplasta es la causa fundamental de la crisis económica, el descontento y las ilegalidades que lastra nuestra sociedad. Pero los tanques pensantes que tienen la responsabilidad de resolver estos problemas, en vez de colocar los pies sobre la tierra, lanzan ahora la más depravada de todas sus locuras financieras: la venta de carros liberada a precios exorbitantes. Precios para millonarios en un país “donde nadie puede hacerse rico”.
Al tomar mi calculadora para realizar un análisis matemático, sopesando el salario básico de nuestros obreros y profesionales con el valor asignado por el CIMEX y el Ministerio de Finanzas y Precios a cada vehículo en venta por el Estado, obtuve como resultado que, cualquier obrero cubano que pretenda comprarse uno de esos vehículos, debe disponer de todo su peculio salarial, sin extraer un centavo, durante un lapso entre los 200 años (si es un carro viejo) y los 1100 años de trabajo íntegros. Seguramente los oficialistas del CIMEX y el Ministerio de Finanzas y Precios han tenido en cuenta el logro que hemos alcanzado en el tiempo de esperanza de vida de la población cubana.
¿Qué les parece? ¿Cómo se atreve usted a calificar esa determinación de los directivos de nuestro Gobierno: ¿Burla, sadismo o humor negro?

Pedro Armando Junco

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