Camagüey regresa a su tranquilidad habitual. Ya pasó la vorágine del aniversario 500. Muchos lugares quedan por visitar, pero la rutina se apodera de uno como pulpo abrazador. Recorremos el Casco Histórico, a pie, como lo han diseñado los dueños de la ciudad y percibimos innumerables obras sin concluir, casi todas; la suciedad, el olor a polvo seco persisten, como persisten el dengue y otras epidemias que ni siquiera tienen nombre. Algunos obreros continúan, apáticos, las obras inconclusas, porque la fiebre ya ha pasado. Siempre sucede lo mismo. Lo advertí desde un año atrás: que en Cuba se trabaja en maratones de última hora. Ha sido una costumbre revolucionaria de siempre: la propuesta de una meta a cumplir, mucha cobertura propagandística, el alud entusiasta de dar por hecho lo que no se ha comenzado, la fachada cosmética del último día y… ya no importa, la fecha llegó.
Debo
reconocer que algunos sitios volvieron a la vida. Como el ave Fénix, después de
medio siglo de catarsis, lugares tan populares como el café El Chorrito, el
teatro Avellaneda, el cine Encanto, el emblemático edificio La Popular alcanzaron una
resurrección milagrosa a pesar de una culminación apurada y falta de detalles. Y
yo pregunto ¿por qué murieron? ¿Quiénes los dejaron morir? ¿Qué hay de los
otros sitios fallecidos que no han alcanzado la resurrección? ¿Por qué, si mi
amada ciudad al triunfo revolucionario tenía una docena de cines funcionando,
hemos de gritar hosannas a la recuperación de solo dos o tres de ellos?
Pero hubo
creaciones. Muchas creaciones nuevas: todas en divisas. El pueblo estaba entusiasmado
esperando el dos de febrero. La gala fue un éxito. Una gala para limpiar los
ojos a los mediocres. La mejor de Camagüey y una de las más esplendorosas de toda
Cuba. Fue televisada para todo el país y para el exterior. Fue un derroche de
arte, de belleza… y de dinero. Al siguiente día todos salimos de nuestras casas
para visitar los nuevos establecimientos, pero: ¡sorpresa! Ninguno brindaba
servicios en nuestra moneda. Un niño haló por el pantalón a su papá cuando
cruzaban frente a la recién creada Casa
del chocolate. ¿A qué niño no le gusta un bombón de chocolate? Y el padre,
zafando la manecita del pantalón, le respondió bajito al continuar bajando la
calle: “No podemos entrar, Rolandito, es por divisas”.
En la Casa de los Beatles dicen que una cerveza
cuesta tres y media jornadas de labor de
un hombre honrado. Del hombre honrado que
nos habla Martí desde la Edad
de Oro y del hombre humilde para el que se hizo esta Revolución. Y así, a lo
largo de toda la calle República no encontré un nuevo establecimiento que
ofertara productos de valor en moneda nacional. El colmo fue en la tienda La Palma, casi frente a la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad, a solo unos
pasos de la Plaza del
Gallo. Es la carnicería insigne de la ciudad: hay de todo. ¡Hasta la carne
de res, vedada al pueblo de Cuba desde hace medio siglo, está allí libremente
ofertada! Allí está a la venta el bacalao, que desde los remotos tiempos de Batista
no lo veíamos; que era comida de pobres: arroz con bacalao. Están los pargos
enormes, los ricos camarones y las colas de langostas que son la razón de ser
de los registros bochornosos a que nos someten en el punto de control del
kilómetro seis cuando viajamos desde Santa Cruz del Sur en un tosco camión de
pasajeros. Allí vi, dentro de una nevera moderna, un pavo de once y medio
kilogramos, que en la moneda que cargo en mi bolsillo, tiene un costo de 1760
unidades. Serían necesarios casi siete meses de trabajo de aquel hombre honrado
–del mismo que nos habló Martí y del mismo para el que se hizo esta Revolución
–para llevar a la mesa de su familia este suculento pavo.
Lo más
triste fue la respuesta casi amenazante del administrador cuando le dije que iba
a tomar una foto para sacar por Internet:
–Tenga en cuenta que esta es una tienda para
turistas.
Sí; es
verdad. Muchos que se han marchado ahora regresan como turistas y pueden pagar
los exorbitantes precios de esas mercancías, porque el dinero que traen es el
que vale, y las adquieren para ofrecerlas a los familiares que vienen a
visitar, que no pueden alcanzarlas con sus salarios para agasajar al visitante.
Ese triste
funcionario vestía el uniforme del establecimiento. Pero su cara no me pareció
ser la de un extranjero. La razón por la que respalda este desfase social seguramente
es la misma de aquellos que tienen otros medios para solventar las perentorias
necesidades básicas de su hogar porque, de seguro, este ciudadano no es el
común y corriente ciudadano de a pie que compone la mayoritaria sociedad cubana
de hoy.
Sin
embargo, ya el pueblo mudo, el pueblo que no tiene posibilidad de gritarlo en
los medios de difusión masivos, le ha colgado el nombre a la carnicería La Palma: con una sonrisa de
dolor en el rostro, el pueblo de a pie ha dado en llamarla EL MUSEO DE LA CARNE.
Pedro Armando Junco
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