martes, 18 de marzo de 2014

Mujer


Hace algunos días, de visita en la casa de un matrimonio amigo, debatíamos sobre la mujer antes y después del “59”. Este matrimonio, septuagenario y con más de medio siglo de unión familiar, es uno de los pocos que ha llevado la carga conyugal durante toda la vida. Y de esos pocos, casi todos son anteriores al “59”.
Al comentar la facilidad con que asumen los matrimonios de hoy la ruptura conyugal, casi siempre acometida por la mujer, la esposa de mi amigo me respondió lacónica: “Es que hay mujeres… y mujeres”. Y mi viejo camarada acotó: “En un matrimonio de toda la vida, el que se va primero es el más dichoso”.
¡Hermosa escena de ternura en dos viejecitos que para ellos el amor dejó a un lado los apetitos genésicos que acaso un día fueron motivos de la unión, pero que hoy se han transmutado en cariño verdadero!

Cuando triunfó la Revolución el Primero de enero de 1959, quemó todos los prostíbulos. Ese mismo día se arrancaron las cadenas de peaje que recaudaban fondos para mantener en buen estado los caminos vecinales. Y se llevaron a cabo muchas acciones más, en nombre del pueblo. Pero yo recuerdo estas dos primeras solamente porque era un niño de apenas once años.
Las prostitutas fueron recluidas en centros de rehabilitación: les enseñaron artes manuales: fabricar jabas, tejer sombreros de yarey, coser a máquina, etc. Fue un proceso de reivindicación muy arduo para aquellas mujeres que se ganaban la vida con una parte de su cuerpo que no eran las manos precisamente. Al parecer el más viejo oficio de la mujer quedaba fuera de lugar en una sociedad con altas miras de altruismo y moralidad.
Meses más tarde, emancipadas de su mácula, las devolvieron a una sociedad nueva, cuya proclama mayor era la igualdad plena de los seres humanos: todos seríamos iguales: negros, blancos y mulatos; pobres y ricos; hombres y mujeres. Y los caminos vecinales estarían libres de impuestos para que todo el mundo pudiera cruzar por ellos sin pagar un centavo.
La mujer asumió su autonomía con todas las de la ley. Aquellas jovencitas que esperaban vírgenes el hombre que las desposaría y con el cual estarían unidas el resto de la vida, pasaron al anacronismo más deplorable. La virginidad era rezago de una burguesía enfermiza y el matrimonio una atadura social injusta y –¿por qué no? –discriminatoria, porque la religión superpone al hombre como cabeza de familia y hasta la religión tuvo su parte de castigo por anticuada y fanática. En lo adelante la mujer estaría libre para irse a estudiar a la Unión Soviética y perder el himen con el primer ruso que le gustara, mientras las del patio marcharían a la vanguardia soldadesca como milicianas a perder el suyo dentro de una trinchera antimperialista, o dentro de algún plantón de caña de azúcar en plena cosecha azucarera, sin tener en cuenta aquellas premonitorias palabras martianas de que el niño nace para caballero y las niñas para ser madres.
¡Se acabaron las putas! gritaba el entusiasmo callejero. Se acabó el reino de la burguesía, con sus ricos encopetados y autosuficientes. Se acabó la propiedad privada en todas sus aristas y dimensiones. Se acabó el compromiso matrimonial al que solo llegan hasta el final los que se resignan. Llegó la hora de la libertad absoluta.

Sin embargo, han transcurrido más de 55 años desde aquel Primero de enero. Pudieran saturarse hasta el colmo bibliotecas completas que recojan las crónicas de los resultados obtenidos por aquellas disposiciones revolucionarias. Los caminos vecinales, las carreteras, las calles de cualquier sitio en Cuba, incluyendo las viviendas de hasta la última ciudad y el último pueblito, fenecen y se convierten en intransitables los primeros e inhabitables las últimas.
Y nuestras jóvenes de hoy, no importa si nietas de las muchachas alegres del burdel o de las más rancias familias otrora burguesas, indefectiblemente si profesionales o simples campesinas, han asumido la liberalidad de su sexo, unas como jineteras a ver cómo sobreviven o las saca del país un extranjero; otras como “internacionalistas”, y ¡al diablo con el compromiso matrimonial! La política gubernamental de los últimos años ha sido la de alquilar personal calificado a otros países donde no se puede ir acompañado por su pareja; trayendo esto como resultado, el aniquilamiento de los matrimonios en casi todos los casos.
¿Y qué de los hijos de padres separados? Porque, puede que sea cierto que el matrimonio socava la libertad de la pareja en materia genésica. Y puede agregarse además que esos matrimonios que vemos hoy –muy pocos y casi todos anteriores a la proclama de la “igualdad de la mujer” –han tenido que resignarse a una vida conyugal monógama –salvo los deslices secretos que no dejan de ser otra realidad –pero han conseguido llegar a viejos al lado de una persona que es la sustituto del padre o de la madre que por ley natural ya ha desaparecido.  ¿Que han tenido que soportar espinas y escollos de todo tipo? Es cierto. Pero estas limitaciones llevadas a una balanza emocional ¿pueden compararse a las sufridas por el matrimonio o los matrimonios deshechos en cadena que colocan a los hijos en una encrucijada altamente dolorosa?
A los que aseveran que el matrimonio es una esclavitud social, puedo responderle que sí; pero que hay esclavitudes sociales mayores –porque la sociedad en sí, a no ser la utópica de Rosseau – acarrea siempre esclavitudes muy difíciles de reconocer, pero que no por ello dejan de ser sometimiento abyecto y brutal, sin que precisamente el matrimonio lo sea tanto. Puede que el casamiento exija una buena dosis de resignación, de consenso, de limitaciones. Pero es una esclavitud amable cuando se halla en ella esa otra mitad que desde los remotos tiempos socráticos se viene hablando.

Pedro Armando Junco
      

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