Hace algunos días, de visita en la casa de un matrimonio amigo, debatíamos sobre la mujer antes y después del “59”. Este matrimonio, septuagenario y con más de medio siglo de unión familiar, es uno de los pocos que ha llevado la carga conyugal durante toda la vida. Y de esos pocos, casi todos son anteriores al “59”.
Al comentar la facilidad
con que asumen los matrimonios de hoy la ruptura conyugal, casi siempre
acometida por la mujer, la esposa de mi amigo me respondió lacónica: “Es que
hay mujeres… y mujeres”. Y mi viejo camarada acotó: “En un matrimonio de toda
la vida, el que se va primero es el más dichoso”.
¡Hermosa escena de ternura
en dos viejecitos que para ellos el amor dejó a un lado los apetitos genésicos
que acaso un día fueron motivos de la unión, pero que hoy se han transmutado en
cariño verdadero!
Cuando triunfó la Revolución el Primero
de enero de 1959, quemó todos los prostíbulos. Ese mismo día se arrancaron las
cadenas de peaje que recaudaban fondos para mantener en buen estado los caminos
vecinales. Y se llevaron a cabo muchas acciones más, en nombre del pueblo. Pero
yo recuerdo estas dos primeras solamente porque era un niño de apenas once
años.
Las prostitutas fueron
recluidas en centros de rehabilitación: les enseñaron artes manuales: fabricar jabas,
tejer sombreros de yarey, coser a máquina, etc. Fue un proceso de reivindicación
muy arduo para aquellas mujeres que se ganaban la vida con una parte de su
cuerpo que no eran las manos precisamente. Al parecer el más viejo oficio de la
mujer quedaba fuera de lugar en una sociedad con altas miras de altruismo y
moralidad.
Meses más tarde,
emancipadas de su mácula, las devolvieron a una sociedad nueva, cuya proclama
mayor era la igualdad plena de los seres humanos: todos seríamos iguales:
negros, blancos y mulatos; pobres y ricos; hombres y mujeres. Y los caminos
vecinales estarían libres de impuestos para que todo el mundo pudiera cruzar
por ellos sin pagar un centavo.
La mujer asumió su
autonomía con todas las de la ley. Aquellas jovencitas que esperaban vírgenes
el hombre que las desposaría y con el cual estarían unidas el resto de la vida,
pasaron al anacronismo más deplorable. La virginidad era rezago de una
burguesía enfermiza y el matrimonio una atadura social injusta y –¿por qué no?
–discriminatoria, porque la religión superpone al hombre como cabeza de familia
y hasta la religión tuvo su parte de castigo por anticuada y fanática. En lo
adelante la mujer estaría libre para irse a estudiar a la Unión Soviética y
perder el himen con el primer ruso que le gustara, mientras las del patio
marcharían a la vanguardia soldadesca como milicianas a perder el suyo dentro
de una trinchera antimperialista, o dentro de algún plantón de caña de azúcar
en plena cosecha azucarera, sin tener en cuenta aquellas premonitorias palabras
martianas de que el niño nace para caballero y las niñas para ser madres.
¡Se acabaron las putas!
gritaba el entusiasmo callejero. Se acabó el reino de la burguesía, con sus
ricos encopetados y autosuficientes. Se acabó la propiedad privada en todas sus
aristas y dimensiones. Se acabó el compromiso matrimonial al que solo llegan
hasta el final los que se resignan. Llegó la hora de la libertad absoluta.
Sin embargo, han
transcurrido más de 55 años desde aquel Primero de enero. Pudieran saturarse
hasta el colmo bibliotecas completas que recojan las crónicas de los resultados
obtenidos por aquellas disposiciones revolucionarias. Los caminos vecinales,
las carreteras, las calles de cualquier sitio en Cuba, incluyendo las viviendas
de hasta la última ciudad y el último pueblito, fenecen y se convierten en
intransitables los primeros e inhabitables las últimas.
Y nuestras jóvenes de
hoy, no importa si nietas de las muchachas alegres del burdel o de las más
rancias familias otrora burguesas, indefectiblemente si profesionales o simples
campesinas, han asumido la liberalidad de su sexo, unas como jineteras a ver
cómo sobreviven o las saca del país un extranjero; otras como
“internacionalistas”, y ¡al diablo con el compromiso matrimonial! La política
gubernamental de los últimos años ha sido la de alquilar personal calificado a
otros países donde no se puede ir acompañado por su pareja; trayendo esto como
resultado, el aniquilamiento de los matrimonios en casi todos los casos.
¿Y qué de los hijos de
padres separados? Porque, puede que sea cierto que el matrimonio socava la
libertad de la pareja en materia genésica. Y puede agregarse además que esos
matrimonios que vemos hoy –muy pocos y casi todos anteriores a la proclama de
la “igualdad de la mujer” –han tenido que resignarse a una vida conyugal
monógama –salvo los deslices secretos que no dejan de ser otra realidad –pero
han conseguido llegar a viejos al lado de una persona que es la sustituto del
padre o de la madre que por ley natural ya ha desaparecido. ¿Que han tenido que soportar espinas y
escollos de todo tipo? Es cierto. Pero estas limitaciones llevadas a una
balanza emocional ¿pueden compararse a las sufridas por el matrimonio o los
matrimonios deshechos en cadena que colocan a los hijos en una encrucijada
altamente dolorosa?
A los que aseveran que
el matrimonio es una esclavitud social, puedo responderle que sí; pero que hay
esclavitudes sociales mayores –porque la sociedad en sí, a no ser la utópica de
Rosseau – acarrea siempre esclavitudes muy difíciles de reconocer, pero que no
por ello dejan de ser sometimiento abyecto y brutal, sin que precisamente el
matrimonio lo sea tanto. Puede que el casamiento exija una buena dosis de
resignación, de consenso, de limitaciones. Pero es una esclavitud amable cuando
se halla en ella esa otra mitad que desde los remotos tiempos socráticos se
viene hablando.
Pedro
Armando Junco
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