Toda ciudad se apoya en el hombre que la resguarda. Puede llamarse alcalde, administrador o funcionario público; a fin de cuentas el calificativo es lo menos importante. Este es su encargado como el mayordomo en la mansión del millonario. Su obligación radica en el celo de cómo habilitar óptimo funcionamiento a los residentes del lugar. Para ello cuenta con recursos económicos públicos y el personal necesario. Es, casi siempre como siempre debería ser el ciudadano idóneo, elegido por el pueblo para organizar el hormiguero humano que conforma la ciudadanía. Es el hombre que todos conocen, que saben cuál es su nombre y dónde vive, porque entre sus razones de ser, lo prioritario en él es mantenerse presto al reclamo del último habitante de la villa en cualquier momento.
Sin embargo, en Camagüey este ciudadano nunca da la cara, nadie conoce su nombre, ni dónde radica; y lo peor, cuando suponemos quién es y dónde está, se torna imposible de abordar y no se puede establecer un diálogo con él siquiera por medio de la prensa. La certeza de no haber sido elegido democráticamente radica en que nadie lo conoce. No obstante su fantasmagórica existencia, cuando toma medidas en busca del "perfeccionamiento" de la ciudad, estas resultan arbitrarias y contraproducentes. A este hombre lo he dado en llamar "El dueño de la ciudad".
Camagüey, a pesar de sus calles estrechas y sinuosas debido a sus quinientos años de fundada, era una ciudad de cómoda circulación. Decenas de semáforos viabilizaban el recorrido de los autos, funcionarios policiales resguardaban de las infracciones del tránsito, hasta el último de sus callejones se hallaba accesible al tráfico, y tanto las aceras como el pavimento vial se mantenían limpios y en perfecto estado de conservación: se dijo alguna vez que Camagüey calificaba como una de las ciudades más pulcras del país. Sobre todo, a cualquier hora de la noche y la madrugada la ciudadanía gozaba de un alto por ciento de seguridad.
El Camagüey de hoy dista mucho de lo que alguna vez fue. El dueño de la ciudad se complace en cerrar calles por el motivo más insignificante. La calle Martí, arteria importantísima que atraviesa el casco histórico y principal salida del cuerpo de bomberos hacia el este, ha sido obstruida definitivamente frente al Parque Agramonte y colocado en la vía un café al aire libre para el turismo internacional, pues los refrigerios que allí se dispensan en divisas no son factibles al bolsillo del cubano de a pie. También con el propósito de atraer la mirada turística se han desenterrado los rieles que permanecían dormidos bajo la Plazoleta de El Gallo para que el visitante conozca que en la ciudad alguna vez existieron tranvías, aunque tal medida haya convertido en más incómodo y peligroso el cruce por encima de los afilados listones de acero, puesto que en ocasiones vuelcan bicicletas y motos.
Se desmanteló el parqueo de la Plaza de la Merced hoy Plaza de los Trabajadores y se han colocado bancos solariegos alrededor de la ceiba central para que aquellos que nos visitan tengan una imagen más hermosa del lugar, aunque los carros del centro financiero de la provincia tengan que aparcar en otra calle apartada con custodios permanentes. Al parecer, el dueño de la ciudad quiere convertir a Camagüey en una vitrina para el turismo, en detrimento de la ciudadanía permanente.
Las importantes calles Lugareño, Cisneros, Independencia y San Esteban están cerradas desde hace muchos meses bajo el pretexto de la reparación de edificios aledaños, y la calle República se ha modificado en bulevar solo para peatones mientras San Martín se halla en tal estado de deterioro vial que se torna muy difícil transitarla, sin que a nadie le interese su restauración. Todo el que conozca esta ciudad podrá intuir que por ser vías exclusivas del casco histórico, la viabilidad se reduce casi a la mitad de su potencial y, por lo tanto, recarga el tráfico de las otras avenidas al cruce automovilístico.
Si agregamos que la reducción de parqueos en las plazas obliga al aparcamiento a la izquierda de las angostas sendas del Casco Histórico, éstas quedan reducidas a un espacio ínfimo por el que no es posible adelantar la marcha ni siquiera a una bicicleta o bicitaxi vehículo común de los habitantes provocando un tráfico denso y calmoso proclive al embotellamiento vial. Solo cuatro semáforos existen en la ciudad, tres de ellos en la carretera central. En horas "pico" los accesos no preferenciales sufren largas esperas por la carencia de los mismos.
Las aceras estrechas del viejo Camagüey están dañadas en su mayoría, obstruidas por edificios apuntalados o por el hurto de las tapas de los registros; sucias por el excremento canino que pulula en cualquier sitio debido a la indisciplina de personas poco éticas y la ausencia de inspectores capaces de corregir este mal hábito en los propietarios de animales. La gente camina por la calle más que por las aceras. Nadie respeta las normativas de circulación: no solo los ciclistas y bicitaxistas marchan contrario a los patrones del tráfico, sino las motos y los carros mayores aparecen peligrosamente contra el tráfico, convirtiendo la urbe en algo muy parecido a una villa rural.
Más pudiera decirse del Camagüey actual. Mucho queda por censurar todavía, pero las limitaciones del espacio publicitario lo imposibilitan. Apenas me está permitido hacerle un llamado al Dueño de la ciudad para que tome en cuenta estas críticas constructivas y comience su labor necesaria: velar porque este panal urbano, hospedero no solo de turismo internacional sino de más de 300 mil habitantes, necesita con urgencia de su trabajo, de una atención más rigurosa y efectiva.
Pedro Armando Junco
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