Tomado del sitio "Cubanos por el mundo"
Bayamo es La Ciudad Monumento. Allí se preserva la génesis de nuestra nacionalidad. Visitarlo es apremio de todo buen cubano. Escudriñar en los detalles de sus héroes y adentrarse en sus leyendas constituye la piedra angular para quien pretenda conocer nuestra cultura autóctona. Por eso visité a Bayamo hace una semana y llevé a mi hija adolescente. El pretexto fue presentar mi última novela en el salón de la biblioteca provincial.
Luego recorrimos el centro de una ciudad donde la gente es tan amable y tan sencilla, que al instante de haberla conocido presumes haber encontrado al amigo que no veías desde la infancia. Así son de amorosos y cándidos los bayameses y las bayamesas.
Una bayamesa nos sirvió de guía. Nos llevó a la iglesia mayor, cuyos vitrales irradian luces de colores vivos dentro del templo enorme, sobre todo aquel que eriza los cabellos al admirarlo, por encarnar el escudo de armas de nuestra Patria. Y la casa del "Hombre de mármol", como lo calificara el Maestro: el Padre de la Patria, el padre de todos los cubanos. La casa, hoy museo, es amplísima. Allí se guardan objetos personales suyos y de su esposa Ana de Quesada
Cuando mi niña supo que Ana de Quesada era del Camagüey me recalcó orgullosa:
Papá, tres de las esposas de nuestros más grandes hombres nacieron en nuestro amado terruño: Ana de Quesada, la de Céspedes, Amalia Simoni, la de Agramonte y Carmen Zayas Bazán, la de Martí.
Guardamos un minuto de silencio.
El Parque Céspedes es solemne. Sobre un pedestal gigantesco está Carlos Manuel de pie, erguido, como seguramente lo verían aquel puñado de esclavos que, luego de recibir la libertad, prefirieron marchar con él a la manigua. Y frente al soberbio zócalo, en otro más modesto, pero no menos importante, el busto de Pedro Figueredo: Perucho. El poeta que nos legó letra y música de lo que es hoy nuestro himno nacional. El reloj del parque, a cada hora en punto, cuando no se traba, deja escuchar La Bayamesa.
A pesar del crecimiento indiscutible del pueblo, ya no es Bayamo la villa de los coches tradicionales del siglo XIX, cómodos y hermosos, que invitaban al foráneo a montar en ellos. Es ahora, como cualquier otro lugar de Cuba, una ciudad de carretones de pasajeros tirados por caballos. El transporte es pésimo y nutrido y denso.
Visitamos también sitios menos alegóricos. El Chocolatín de cremosos helados y confituras; el Paseo, ahora bulevar bellísimo, colmado de peatones y artesanos
Pero lo que más nos impresionó de estos lugares fue el Museo de Cera.
Solo tres pesos cuestan la entrada en aquel salón climatizado donde parecen vivas las representaciones de personajes difuntos. Solo en eso se diferencia de otros museos de esperma, como el de Londres, en el que posan las reproducciones de personas vivientes. Pagamos tres pesos más para que nos permitieran tirar fotos a las esculturas.
El Museo de Cera de Bayamo, hasta donde he podido averiguar, es único en Cuba. Los artífices de las obras son hijos de una familia autodidacta de la provincia, que desborda su arte en conformar maniquíes de personalidades fallecidas, cubanas o foráneas, pero que hayan tenido que ver con nuestro país. Por eso, a la entrada, reclinado sobre un balance de caoba, encontré a un extranjero todo de blanco que parecía esperar a que lo saludáramos. Era Gabriel García Márquez, (El Gabo), quizás la imitación más perfecta de la sala. Me acerqué cuanto más pude para observar en detalle y descubrí que hasta las venas de sus manos estaban hechas a la perfección.
Otro personaje que parece estar vivo es Juan Formell, el director de los Van Van, recientemente fallecido, con su saco rojo, frente al micrófono, cantando quien sabe si la balada del Buey Cansao. La menestrala del Centro aseveró que muchos de los trajes y vestidos que cubren los cuerpos son donaciones de ropa que utilizaron en vida y sus familiares han facilitado con altruismo. Explicó, además, que el Centro se encarga de proporcionar a los artesanos los datos imprescindibles para crear aquellas obras artísticas: fotos, medidas de peso y estatura de cuando vivían, y hasta el más mínimo detalle que pueda ser utilizado por los creadores.
Allí está Bola de Nieve, frente a un piano, con la sonrisa tan particular suya, que le arrugaba el rostro y mostraba la perfecta dentadura de marfil. Y Rita Montaner, vestida a la usanza de su época
Y muchos más que me es imposible enumerar.
Cuando iba repasando en el salón las representaciones de cera, un bayamés entrado en años, pero muy locuaz y amistoso, se fue introduciendo en mis comentarios y, según pude notar, aunque era un visitante más, lo invadía un sentido de pertenencia muy grande con la galería. Sus verbos y sus frases eran "tenemos", "vamos a enriquecer", "invertiremos más recursos", etc. Todas esas alocuciones proferidas eran con respecto al Museo de Cera. Solo recuerdo de él que se llama Pascual. Nos acompañó y explicó otras nimiedades que la guía dejó pasar por alto. Al despedirnos, a la salida, me dio la mano con efusión extrema y terminó diciendo con seguridad revolucionaria:
Nuestra felicidad será completa, el día que este Salón de Cera contenga, sobre un pedestal bien grande, la figura del Comandante en Jefe.
Pedro Armando Junco
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