sábado, 31 de diciembre de 2016

Regalo de fin de año

Estimados seguidores de mi blog:

Reciban como regalo de fin de año esta crónica muy poco acreditada y mayoritariamente desconocida por la ciudadanía. Por sus valores éticos, sea verídica o legendaria, es mi deseo que su lectura sirva como foco esclarecedor gracias a las tantas lecturas que ofrece.

Y muchas felicidades por el fin de año. Deseemos de todo corazón que el 2017, ya a las puertas, nos ayude a realizar los sueños que tanto hemos añorado.

 

Versión de A. B.

La Habana 30 de Mayo de 1873

 

En la mañana del 12 de agosto de 1851, eran conducidos al cementerio de Puerto Príncipe los cadáveres de don Joaquín de Agüero, don Tomás Betancourt, don Mariano Benavides y don Fernando de Zayas, que habían sido fusilados como infidentes a orillas del arroyo Méndez.

Iban esos cadáveres en decentes ataúdes; esperábanlos alrededor de sus sepulturas, que eran las mejores del cementerio, algunos de sus parientes; la casualidad llevó allí también a una criada negra del servicio doméstico que tenía de la mano a un niño de ocho años de edad, de bellísima constitución, transparente blancura y hermosos ojos negros.

El niño observó que al descubrir aquellos cuatro cráneos despedazados por las balas para identificarlos, un caballero de alguna edad y noble continente, que parecía extranjero sacó del bolsillo de su levita un pañuelo blanco y, aplicando cada una de sus cuatro puntas sobre aquellos cadáveres, recogió algunas gotas de sangre, escribiendo después con su lápiz el nombre de las víctimas.

El niño al que me refiero, inspirado por un espíritu de imitación propia de su edad, sacó de la faldriquera de su chaquetilla su pañuelo y se acercó resueltamente a los cadáveres. Uno de los centinelas le rechazó con la culata de su fusil: el niño le lanzó una mirada llena de ira, la criada dio un grito lleno de angustia y el extranjero tomando el niño por la mano lo condujo a uno de los ángulos del cementerio y con esa flema característica de la raza anglosajona, se sentó en las gradas que servían de base a una alta cruz que se elevaba en aquel lugar, y apoyándolo sobre sus rodillas le preguntó en mal castellano qué era lo que quería. El niño le contestó:

–Quiero hacer lo que tú has hecho.

–Yo puedo hacer eso, pero tú no.

–¿Y por qué?– replicó el niño.

–Porque yo, soy hijo de un pueblo libre y puedo hacer todo aquello que la ley no me prohíba, y tú eres hijo de un pueblo esclavo y solo puedes hacer aquello que tus amos te permitan. Esta sangre es preciosa porque se ha derramado por la libertad y por eso la guardo.

–¿Qué vas tú a hacer con ella?

–Conservarla como tú. Pues voy a dártela.

Y entonces tomó el pañuelo del niño y lo unió al suyo y, apretándolos fuertemente entre sus manos, dejó estampada la huella de aquella sangre. Después sacó de su cartera su lápiz de oro; escribió los nombres de los ajusticiados, y volviendo al niño su pañuelo le dijo:

–Consérvalo, pues y acuérdate que es la sangre de tus hermanos.

Una lágrima involuntaria asomó a los ojos del niño. El extranjero recogió en un beso aquella lágrima.

–¿Cómo te llamas?– le preguntó.

–Ignacio Agramonte– contestó el niño con voz dulce y sonora.

 

 

 

Tomado del libro Ignacio Agramonte. Documentos. Páginas 332-333

De Juan Jiménez Pastrana. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana. 1974 

He respetado cuanto más me fue posible la sintaxis y ortografía de la publicación original.

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