Escribir. Escribir algo nuevo, insólito, impactante. No importa sea
más o menos ético, real o verosímil. Lo que importa es crear.
Cierto es que precisamente en esto último es donde se pierden algunos
aspirantes a literatos. Excretan sobre el papel y pretenden se les
crea que aquello es una obra de arte. Poetas con diccionario en manos,
rebuscando palabras difíciles, narradores manidos de verde
desesperados por ocultar el plumaje de cotorras. Historiadores que
corren al aventón de la política como papalotes en febrero.
El escritor ha de transitar por la vida con la misma valentía del
caminante por entre una superficie plagada de marismas y géiseres
mortales. Ha de caminar con su propósito a cuestas arriesgado a caer
en cualquier momento y desaparecer para siempre. Al fin y al cabo, el
arte lo es todo y al mismo tiempo es nada.
Para el escritor su obra es su vida. Nada importa más cuando se es
auténtico. Cada libro es un hijo que se ama, no importa el mundo lo
vea feo, obsceno, despreciable. Él lo ha de ver hermoso, porque es el
fruto de sí mismo. Y hasta agradece a quienes lo denigran, porque
tuvieron que pasar por él para luego criticarlo. No es bueno un libro
cuando gana premio: hay jurados mediocres y jurados vendibles; tampoco
lo es cuando se publica, pues existen muchas maneras de financiar la
impresión; todavía puede no serlo el día que se le vende ya que una
refulgente cubierta y un título ocurrente, puede atraer compradores
desmañados. Un libro solo es bueno cuando se le ha leído y se le
comenta. Y allí radica el verdadero éxito de un escritor. Lo demás lo
hará el tiempo. Solo el tiempo es capaz de poner coto a la literatura
inútil.
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