lunes, 27 de abril de 2020

Una historia nunca antes contada

Fue una madrugada de verano, acaso a finales del 86, cuando reunidos
en mi casa de la ciudad Fidelito, Morciego, Martica, Liset y yo,
orbitábamos en ese limbo literario que fácilmente se consigue con unas
botellas de licor.
Todavía LA FURIA DE LOS VIENTOS estaba en pañales, pero ya había
conquistado en ese movimiento la amistad de inteligentes camaradas.
Fidelito ya no está en este mundo, Morciego deambula por La Habana,
Martica está casada y, aunque quizás tenga Facebook no está en mis
contactos; de Liset nunca más he vuelto a saber: alguien me contó hace
años, que había emigrado a Santo Domingo o Puerto Rico.
Pues nos había alcanzado la madrugada a los cinco dentro mi habitación
dormitorio, dándonos los tragos de buenos rones criollos –que, por
cierto, era siempre yo quien los buscaba– y, de la nada, de así porque
sí, con la insólita gracia de una discusión absurda y banal, Fidelito
y Morciego se fueron de copas y comenzaron a ofenderse.
La discusión iba subiendo de nivel ante los ojos desorbitados de las
dos muchachas. Para mí, estos alardes de machos con mujeres presentes,
solo tienen una razón fundamental de fácil comprensión. Así que me
paré en medio de ambos cuando estaban al punto de entrarse a puñetazos
y les grité:
–¡Carajo, aquí no! ¡En mi cuarto no! ¡Vayan a fajarse a la calle!
Las muchachitas, con sus manos en la boca, no pronunciaban palabra.
Pero luego del frenazo de mi interjección, uno de ellos dijo al otro:
–¡Vamos! Allí detrás de la iglesia hay espacio suficiente para ventilar esto.
Y salieron como furias. Sin embargo, al quedar solo con el par de
damas la petición femenina no se hizo esperar:
–Por favor, chico –me requirió temblorosa Martica–, intercede tú; mira
que hasta pueden matarse.
Recuerdo que en 1986 tanto Martica como Liset eran chiquillas de 21
años, estudiantes universitarias del Pedagógico. Ellas todavía no
habían vivido estas experiencias análogas, que no solo se ven en los
seres humanos, sino hasta en las bestias del campo. Luego aprenderían
esa vanidad machista, presente hasta en los toros del grupo al
discutirse la novilla.
Sin embargo, esta historia permanece en mis recuerdos gracias a una
frase estelar de mi querida Liset. Una frase digna de epitafio. Una
frase que solo un alma poética y sensual como la suya, habría sido
capaz de pronunciar en aquel momento de clímax emocional.
Conocedor de mis grandes camaradas, me eché a reír ante los ruegos de
Martica y les dije:
–No se preocupen. Cuando veamos la sangre corriendo por la acera hasta
el alcantarillado, llamamos la ambulancia.
Pero Martica daba saltos de miedo y me seguía implorando que
intercediera. Fue entonces cuando Liset, consciente de ser la causa
principal de aquella bravuconada, exclamó:
–¡ Lo mío no es ni con Fidelito ni con Morciego, coño! ¡Lo mío es con
las estrellas!
El final pueden imaginarlo. Tuve que salir a buscar a la pareja de
gladiadores y en el callejoncito Jofre, lugar apacible del costado
norte de nuestra iglesia de La Santa Ana, estaban mis dos compinches
en la más armoniosa de las charlas, creo que hasta con el brazo echado
por encima del hombro.
Regresé con ellos a la casa. Serían ya las tres de una esplendorosa
madrugada poética, bautizada con rones y desembocada en amor legítimo
y desinteresado. Y en fraternal armonía, tres personas tomaron la
desierta calle General Gómez, rumbo a sus respectivas viviendas.
Liset y yo fuimos solo amigos. Vivo orgulloso de contar con una
inmensurable cantidad de amigas que para nada tienen que ver con el
sexo. Liset me ayudó a pasar a máquina, junto a Morciego, los
originales de La furia de los vientos. –Recordemos que las
computadoras no se habían inventado todavía–. La quise tanto como
amiga que hasta le escribí un soneto, pero que guardaré para mañana
por no cargarlos hoy con tanto teque-teque.
Solo me resta agregar que traje a colación esta historia juvenil,
ciento por ciento verídica, para enviar un mensaje de comprensión a
esos amigos y amigas residentes nacionales que acostumbran a dar like
a mis poemas, pero se cuidan mucho de hacerlo cuando cuelgo algo
espinoso. Yo los entiendo y las entiendo. Hay que proteger el
estipendio y alguna que otra prebendita que se adiciona a quienes
mantienen un trabajo estatal. Los entiendo, precisamente porque yo sí
estoy fuera del juego –como el título del poemario que costó caro a
Heberto Padilla–y, como aprendí de Liset aquella lejana madrugada de
hace 34 años: LO MÍO NO ES CON FIDELITO NI CON MORCIEGO:LO MÍO ES CON
LAS ESTRELLAS.

Pedro Armando Junco

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