sábado, 2 de mayo de 2020

Crónica de la cuarentena

Ayer por la tarde fui a la "bodega" a buscar los víveres, pero llegué
con una hora de adelanto. Había olvidado que éstas abren a las tres y
media.
La calle San Ramón esquina a Astillero estaba desierta; solo un
vagabundo con su pomo de "mafuco," "guasfarina", "chispetrén"o
"matarratas"se tambaleaba en medio de la acera.
Me senté a esperar en el quicio de una casa aledaña.
–Si es para los mandados usted tiene el uno, porque yo no estoy para
eso hoy –me dijo el hombre sin que lo preguntara. Es natural en estos
sujetos buscar conversación con el primero que encuentra. Acto seguido
intentó acercarse.
–Jey, jey. –lo atajé– A dos metros de distancia.
No se incomodó por eso, sino que extendió el brazo y quiso chocar su
puño con el mío, pero le repetí lo anterior y se retiró un tanto.
–Se ve que usted es una persona decente– me dijo. –Yo también. ¿Cómo
tú te llamas? Yo me llamo Juan, mucho gusto– y trató de acercarse por
tercera vez y por tercera vez lo paré en seco.
–A mí no me importa lo que la gente diga de mí –me dijo–. Yo soy un
hombre honrado, patriota, revolucionario… No porque me veas así te
vayas a pensar que no soy capaz de dar mi vida por mi patria, por mi
país y por mi revolución. Yo soy un hombre con una moral del carajo.
Tendría cuando más cuarentaicinco años. Andaba cochambroso, en
chancletas y con una gorra y mochila tan sucias como él. Su barba era
de semanas igual que la churre de su piel. Pero me sentí intrigado, y
a la vez atraído, por sus últimas palabras sobre la moral:
–¿Nunca has oído el cuento de la mula ciega? –y se lo hice.
Contento con haber llamado mi atención respondió:
–Yo también sé cuentos. ¿Quieres que te haga el del cangrejo que se
alimentaba de la mierda del borracho? –Y me lo dijo hasta con gracia.
En eso llegó una señora entrada en años y se sentó sin guardar
distancia en el mismo escalón en que yo estaba, pero con nasobuco
puesto, y preferí soportar su indisciplina. Era una señora de la
tercera edad, como decimos en Cuba a los viejos y las viejas. Me pidió
el último en la cola y el borracho respondió por mí:
–Él es el uno. Usted hace el dos, señora. Él es mi amigo.
En eso estábamos cuando llegó un camión cargado de mercancía. Eran
costillas de vaca. Tras el camión la gente corría a marcar una cola
aparte para las costillas de vaca. En cuestión de minutos había una
multitud. Los empleados de la tienda ayudaban a bajar la mercancía y
apartaban las que traían más carne. Pura imaginación de los cubanos,
porque las costillas estaban esquilmadas al máximo. La vieja, con la
agilidad de una pepilla, corrió a marcar también en la otra cola y me
gritó de alegría:
–¿No vas a marcar?
Mi amigo Juan ni se inmutó por eso. Los alcohólicos no necesitan
alimentos. Es un milagro de la Naturaleza. Hasta pienso que por eso
proliferan tanto en este país.
De pronto, de aquella multitud que ya se hacinaba en la cola de los
costillares, salieron tres sujetos furiosos hacia Juan. Uno lo empujó
y lo tiró de espaldas en medio de la calle, otro le dio una patada en
el trasero y el último, apenas un adolescente, le arrancó la mochila y
le soltó una bofetada que le tumbó la gorra.
Apenas logró levantarse, Juan salió en desesperada carrera por la
calle Astillero, y dejaba atrás su gorra, su mochila y una de sus
chancletas. Todo fue tan rápido que solo alcancé gritar a los
abusadores:
–¡Oigan, ¿por qué hacen eso?!
–¿Por qué, pregunta usted?,–me dijo el mayor del grupo, un hombre tan
cochambroso como Juan, pero muy sobrio. –¡Por mirahuecos! Mi hermana
lo descubrió mientras entraba al baño cuando nosotros no estábamos en
la casa.
Y salieron en dirección contraria llevando el valioso botín que Juan
había abandonado. Solo su chancleta quedó en medio de la calle.
La señora número dos en mi cola había alcanzado el número uno en la de
los costillares de vaca, y me repitió la propuesta:
–¿No vas a marcar tú?
–No, señora. Esos huesos no tienen nada. Eso es una estafa.
–No diga eso, compañero. Tenemos que agradecer al gobierno por
ocuparse de atendernos y brindarnos lo poco que tiene a su
disposición. Esas costillas yo las echo en un caldero grande y las
hiervo y después que se enfrían les saco hasta el cebo, que sirve para
freír cuando no tengo aceite. ¿Quiere ponerse delante de mí en la
cola? ¡Yo tengo el uno!
–No, compañera, gracias. Hasta hoy no he tenido necesidad de comer carroña.
Me fui a mis víveres y luego a casa. Pero no sé por qué, mientras me
alejaba del bullicio de aquella multitud, aparecía ante mí la imagen
de Teresita de Calcuta.

Pedro Armando Junco

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